sábado, 24 de junio de 2023

Silencio en la liturgia (Silencio - XXIII)



Aunque la liturgia parece sólo un entramado de ritos y palabras, de acciones sacramentales y plegarias, de lecturas y cantos, a todos estos elementos esenciales hay que sumarles el silencio. En distintas formas, y con distintos sentidos según el momento, pero el silencio es elemento necesario del culto cristiano, la nota que permite la interioridad y la hondura, la asimilación personal y la amorosa contemplación durante la misma liturgia.



            Parece que hay –ojalá sea así- un interés real en cuidar el silencio sagrado. “La Iglesia del Vaticano II, que ha redescubierto en la celebración litúrgica la importancia de la Sagrada Escritura (SC 24) y ha reafirmado su fe en Cristo “presente en su palabra” (SC 7), también ha prestado una atención renovada al silencio como momento de la acción litúrgica (volviendo a tomar así los valores de una venerable tradición inspirada en la Biblia), en el ámbito de una situación socio-religiosa donde el silencio a menudo se siente como una necesidad vital”[1].

            Una liturgia sin silencio es un caos precipitado que, difícilmente, ayuda a vivir el culto litúrgico como un culto lógico-espiritual, razonable.

            El silencio no es, sin más, una pausa, un descanso en la liturgia, sino la forma de orar personalmente –sea meditando, gustando o contemplando, sea suplicando-. Es un silencio lleno de contenido y, por tanto, necesario para una liturgia que es, ante todo, vida espiritual y escuela de espiritualidad.


            Que la liturgia es también silencio, ¡también!, lo explicaba Ratzinger en su obra “El espíritu de la liturgia”:

            “Cada vez comprendemos con más claridad que el silencio pertenece también a la liturgia. Respondemos al Dios que nos habla cantando y orando, pero este gran misterio, que supera toda palabra, nos llama también al silencio. Ciertamente debe ser un silencio lleno, algo más que la ausencia de discurso y acción. De la liturgia esperamos precisamente esto, que nos conceda el silencio positivo, en el que nos encontramos con nosotros mismos; ese silencio que no sea simple pausa, en la que nos asaltan miles de pensamientos y deseos, sino recogimiento, que nos dé paz interior, que nos permita respirar, que libro lo sustancial que estaba oculto. Por eso no se puede “hacer” silencio sin más, es decir, ordenarlo como una acción entre las demás. No es causal que haya hoy día por todas partes tanto interés en los ejercicios de introspección y en la espiritualidad del vaciamiento: sale así a la luz una necesidad interior del hombre a la que evidentemente, en la forma actual de la liturgia, no se da la justa importancia”[2].

            Es necesario entender claramente que el silencio forma parte natural de la misma liturgia y que el silencio es uno de los medios que el mismo Concilio Vaticano II como forma de participar activa y fructuosa; por ello el silencio ni es un añadido, ni es un estorbo, sino un elemento más del desarrollo de toda liturgia para que todos participen:

            “Para promover la participación activa, se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado” (SC 30).

            La Iglesia no deja de insistir en la naturaleza de este silencio al que califica de “sagrado” y lo recomienda vivamente:

            “Para obtener, además, mayor eficacia de las palabras y más abundante fruto espiritual, debe respetarse siempre, como muchos desean, el silencio sagrado, que se observará en los tiempos establecidos, como parte de la acción litúrgica, a fin de que los asistentes, en respuesta al momento particular en que aquél se coloca, se concentren en sí mismos o bien reflexionen brevemente sobre todo lo que han oído, o alaben y rueguen al Señor en la intimidad de su propio espíritu” (Carta Eucharistiae participationem, 18).

            “Se ha de procurar de un modo general que en las acciones litúrgicas se guarde, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado” (IGLH 201).

            Por medio del silencio, todos se unen a la plegaria común que el sacerdote recita; es medio para interiorizar, asimilar y unirse con paz activamente a la liturgia:

            “Se observará también, en su momento, un silencio sagrado. Por medio de este silencio, los fieles no se ven reducidos a asistir a la acción litúrgica como espectadores mudos y extraños, sino que son asociados más íntimamente al misterio que se celebra, gracias a aquella disposición interior que nace de la palabra de Dios escuchada, de los cantos y de las oraciones que se pronuncian y de la unión espiritual con el celebrante en las partes que dice él” (Inst. Musicam sacram, 17).

            El silencio tiene sus distintos momentos en la liturgia, y son pausas de silencio llenas de sentido; pero no se trata tampoco de introducir ratos amplios casi de meditación personal que dificultan el transcurrir de una acción litúrgica común. Deben tener su medida, repartidos estos momentos a lo largo de toda liturgia a tenor de las propias rúbricas. Por ejemplo, sería extraño, y rompería el ritmo celebrativo, una celebración de la Misa sin absolutamente ninguna pausa y que luego, tras la comunión, se introdujeran cinco minutos de silencio de acción de gracias.

            Para valorar y saber distribuir bien el silencio, hay unas normas en la Liturgia de las Horas que son comunes para toda celebración; “se señalan tres criterios negativos, oportunos en toda acción litúrgica: efectivamente, se afirma que el uso del silencio debe ser tal que no deforme la estructura del oficio, ni cause molestias o resulte fatigoso a los participantes (cf. IGLH 202), de manera que el oficio no pierda su característica de oración pública”[3].

            Por ello, hay que educar en el silencio y permitir luego que el silencio aflore en la celebración misma de la liturgia, adaptado a cada momento ritual, con su debido ritmo. El silencio será uno de los modos de participación plena, consciente, activa y fructuosa de todos los fieles. ¿Podrá renacer una nueva sensibilidad espiritual hacia el silencio en la misma liturgia? Será posible si llegamos a asumir sus valores espirituales en la misma liturgia y así lo vivimos y educamos (en catequesis, formación, etc.):

            Silencio sagrado: no como elemento absoluto e insustituible, de carácter mágico, necesario y significativo en sí mismo, sino silencio de participación: condición espiritual para la inserción en el misterio celebrado, para la escucha de la palabra y para la respuesta de la asamblea, momento privilegiado del Espíritu Santo, que hace crecer la comunidad como templo consagrado;
            silencio expresivo: que rodea la acción salvífica de Dios y su palabra, signo de fe y de reverencia profunda de la comunidad;
            silencio pedagógico: “silencio de iniciación” que decía Dionisio Areopagita, capaz de crear el clima y las actitudes espirituales necesarias para la experiencia litúrgica y de ofrecer a cada uno, comprometido en la acción comunitaria, un espacio vital para su inserción, apropiación e interiorización”[4].

            La descripción de cada momento de silencio nos ayudará a respetarlo y saber introducirnos en él.



[1] D. Sartore, “Silencio”, 1921-1922.
[2] RATZINGER, El espíritu de la liturgia, 120.
[3] Sartore, “Silencio”, 1926.
[4] Sartore, “Silencio”, 1929.

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