3. Porque “para el Señor un día es como mil años y mil años como un día”, Él
realiza su obra cuando a Él le place, deja pasar tiempo frente a nuestras
prisas. Ese tiempo es tiempo de salvación, que se vuelve fructífero para el
hombre, tan diferente de las exigencias con las que el hombre se acerca a Dios.
Si Dios nos deja tiempo y permite que caigamos una y mil veces y que volvamos a
Él otras tantas es por la paciencia –cualidad del Amor- que Él tiene con sus
hijos. “No retrasa el Señor el
cumplimiento de lo que tiene prometido, sino que usa de paciencia con vosotros,
no queriendo que nadie perezca, sino que todos se conviertan” (2P 3, 9.15).
¡Son tan diferentes los criterios de
Dios! Aguarda y hace “salir el sol sobre
justos e injustos”, incluso su Reino, ya inaugurado por la Pascua de Jesucristo, es
como una pequeña semilla que va germinando en la noche sin que el labrador sepa
cómo. Las redes se echan en el lago y se pescan peces buenos y malos, pero la
paciencia de Dios difiere el juicio hasta el final, dejando una puerta abierta
a la salvación... El trigo crece junto con la cizaña, pero Dios espera paciente
mucho tiempo, hasta el fin de los tiempos, para separar en la criba.
“La paciencia es virtud propia de Dios y el paciente y manso es imitador de Dios Padre... ¡Qué gloria hacerse semejantes a Dios, cuán grande dicha poseer unas virtudes que pueden asemejarse a las de Dios!” (S. Cipriano, De los bienes..., 5). “
¡Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto!”, por
tanto, imitemos la paciencia de Dios, recordando lo que dice la Escritura: “la paciencia de Dios es nuestra salvación”.
Si Dios tiene paciencia con cada uno de nosotros, tantas y tantas veces, ¿cómo
habremos de convertirnos en impacientes para los demás y en las circunstancias
que nos tocan vivir? Actualicemos la bondad y paciencia del Señor con nuestros
hermanos.
4. Imitemos la paciencia de nuestro
Salvador Jesucristo, como un modelo en quien encontramos compendiadas todas las
virtudes: su paciencia al rebajarse de su condición divina y encarnarse; su
paciencia en el nacimiento y en el exilio de Egipto; su paciencia en la pasión
de la cual canta la primera carta de San Pedro (1,21-23):
Cristo padeció por nosotros,
dejándonos un ejemplo,
para que sigamos sus huellas.
El no cometió pecado ni
encontraron engaño en su boca;
cuando lo insultaban no
devolvía el insulto,
en su pasión no profería
amenazas,
al contrario, se ponía en manos
de quien juzga justamente.
Cargado con nuestros pecados
subió al leño,
para que muertos al pecado,
vivamos para la justicia.
Sus heridas nos han curado.
Si “la paciencia engendra virtud probada”, adquiriremos las virtudes
de Cristo mediante la paciencia en el sufrimiento, en las contradicciones, en
la persecución, en las humillaciones de este tiempo presente, porque sólo “quien persevere hasta el final se salvará”
(Mt 10,22).
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