El silencio es una actitud del
corazón que necesita un cierto ambiente externo que lo favorezca y proteja.
El
silencio de las facultades humanas (memoria, inteligencia y voluntad) ante la
grande de Dios es ya una forma de alabarlo y glorificarlo. Es silencio de
adoración y admiración: “Y este silencio es honra muy propia de Dios, porque es
confesión que se le deben tales alabanzas, que son inefables a toda criatura”
(AF 31).
La
misma oración, en muchísimas ocasiones, más se ha de expresar con el silencio
que con las palabras; esto es así porque las facultades humanas son más movidas
por la gracia que por el propio esfuerzo de concentrarse:
“De tal manera obrad vuestro
ejercicio que estéis arrimada a las fuerzas del Señor, que os ayuda para
pensar. Y, si esto no supiéredes hacer, y sentís que la cabeza o sienes sienten
trabajo notable, no prosigáis adelante, mas sosegaos, y quitad aquella angustia
del corazón, y humillaos a Dios con sosiego y simplicidad, pidiéndole gracia
para pensar como Él quiere” (AF 75,2).
El
alma para la oración –y por ende, para la liturgia misma- necesita huir de la
dispersión, del ruido y del ajetreo, del activismo y de todo “hacer” y buscar
la devoción y el recogimiento, unificando todas las fuerzas de su ser:
“Recogimiento, que es apartamiento
de lo de acá y recogerse hacia Dios, como la que hila y coge el hilo, y acógese
a Dios, que es torre de homenaje… Cerrar el entendimiento a todo y suspenderse
con gran atención viva a Dios, que suspende, como quien escucha a uno que habla
de alto, aunque siempre está como acechando el entendimiento. Y no haya
reflexión en lo que está haciendo, sino como un niño o uno que oye órgano, y
gusta: no sabe el arte y estáse quieto, y el que lo sabe, está mirando si yerra
o no” (Plat. 3,10).
Porque
“el recogimiento [es] un silencio en Dios” (Plat. 3,11), éste es necesario para
tratar con Dios y para vivir la liturgia que es Presencia del Misterio de Dios.
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