5. Humildad
muy elevada es la de quien es pobre de espíritu, y pone su vida entera en las
manos de Dios, con gran desprendimiento, viviendo en el abandono más perfecto
(dentro de lo limitado de nuestro ser humano), dejando que la vida, las
circunstancias, los problemas, la cruz, todo, lo lleve y resuelva el Señor,
confiando plenamente en Él.
Es una gran libertad de espíritu para vivir desprendidos,
poniendo toda la confianza en el Señor. Este abandono sólo lo puede hacer el
humilde, pues el soberbio pretende en todo llevar las riendas de su vida y se
alza orgulloso contra Dios protestando y rebelándose.
Una
preciosa definición de la pobreza de espíritu unida a la verdadera humildad, la
da S. Juan de Ávila en uno de sus sermones:
“¿Quién es pobre? Pobre es aquel que desconfía de sí mismo y confía sólo en Dios; pobre es aquel que desconfía de su parecer propio y fuerzas, de su hacienda, de su saber, de su poder; aquel es pobre que conoce su bajeza, su gran poquedad; que conoce ser un gusano, una podredumbre, y pone juntamente con esto su arrimo sólo en Dios y confía que es tanta su misericordia, que no le dejará vacío de consolación. Los deseos de estos tales oye Dios” (Serm. 27 Domingo infraoctava de la Ascensión).
En humildad y, por tanto, en verdad,
el pobre de espíritu camina, y vive confiado en Dios, sin agobiarse ni por el
presente ni mucho menos por el mañana, pero la humildad no significa despreocupación
o insensatez, no es algo pasivo.
La humildad tiene su aspecto activo, obrar.
¿Cómo obra el humilde? Busca ante todo la verdad, obra con rectitud de
conciencia sin intenciones torcidas, y hace todo lo que esté en su mano por la
verdad, sabiendo que todo corresponde a Dios, o señalado en lenguaje ignaciano,
“hacer todas las cosas como si dependieran de uno, sabiendo que todo depende de
Dios”. Esto es humildad.
Igualmente
es humildad sincera, o pobreza de espíritu, quien deja que sea Dios quien lo
santifique y lo vaya llevando y perfeccionando. A veces la santidad la confundimos
con el compromiso, la opción, como si todo dependiera de los esfuerzos de
nuestra voluntad; queremos hacernos santos nosotros mismos prescindiendo de
Dios, imponiendo nuestro propio ritmo, queriendo nosotros decidir qué es
conveniente a nuestra santidad.
El humilde, participando de la humildad de
Cristo humilde, se pone en las manos de Dios, y permite al Señor obrar en el
alma cuando quiera, como quiera, con los medios y circunstancias que quiere, y
todo lo recibe viendo un plan providencial de Dios conducente a la propia
santificación.
S. Juan de la Cruz cifraba este importante
significado espiritual de la humildad en un aforismo clásico: “humilde es el
que se esconde en su propia nada, y se sabe dejar a Dios” (A 4,5). Es
pues humilde el que deja que Dios sea Dios en su vida y, aun con la cruz, se
deje llevar por la mano amorosa y providencial de Dios. El mismo tono tiene la
exhortación teresiana: “El verdadero humilde ha de ir contento por el camino
que le llevare el Señor” (C
17).
Enteramente reconociendo el amor de Dios en la propia
vida, se fía del Señor y deja que Él lleve adelante la obra buena de la
santificación.
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