La liturgia es la vida de la Iglesia y expresa la
unidad de la Iglesia. La
unidad de rito es expresión de esa unidad interior, de esa nota de la misma
Iglesia. Por eso la liturgia pertenece a la Iglesia, no a nadie particular ni a ningún sujeto
privado, y es la Iglesia
la que reglamenta la liturgia y la ofrece así íntegra a todos.
En
este sentido, en esta dirección, hay afirmaciones tajantes de la constitución
Sacrosanctum Concilium que han sido postergadas, silenciadas, ignoradas,
sustituidas por una afirmación del etéreo “espíritu del Concilio” donde se
magnifica la adaptación de cada cual, la improvisación, la innovación, las
modificaciones, los cambios. La liturgia –según ese “espíritu del Concilio”-
como es una “fiesta” pertenece al grupo, comunidad, asamblea, que puede recrear
la liturgia constantemente y lo justifica señalando que es “por pastoral”
porque “la liturgia no es pastoral”. Pero nada de esto se encuentra ni se puede
justificar con el Concilio Vaticano II. Más bien hallamos todo lo contrario.
1.
Ya es significativo que este Concilio dedique una Constitución “sobre la
sagrada liturgia”, y la califique así, “sagrada”, como algo santo y no
manipulable. Expresión ésta que repetirá varias veces a lo largo del documento
(título del cap. I; nn. 9, 12, 13, 14, 15, etc.).
La
sagrada liturgia es presentada como acción de Cristo y de la Iglesia. Pertenece
la sagrada liturgia a todo el cuerpo eclesial, a la Iglesia misma, porque su
naturaleza es eclesial. A la
Iglesia misma “le corresponde de un modo particular proveer a
la reforma y al fomento de la sagrada liturgia” (SC 1).
Cristo
y la Iglesia
realizan juntos la obra de la liturgia: “el Cuerpo místico de Jesucristo, es
decir, la Cabeza
y sus miembros, ejerce el culto público íntegro” (SC 7), de forma que la
liturgia es vivida por la
Iglesia de un modo santo: “por ser obra de Cristo sacerdote y
de su Cuerpo, que es la
Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con
el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (SC 7).
2.
Al ser la liturgia obra de la
Iglesia, es ésta, y nadie a título privado, quien la reforma
y quien la legisla. La reglamentación y normas de la liturgia las establece la Iglesia sin ceder esto a
la libre interpretación o al gusto particular de nadie.
La
reforma litúrgica fue llevada a cabo por la Iglesia y sancionada por el Papa, sin prestarse a
iniciativas privadas que considerasen los libros litúrgicos abiertos y
modificables por parte de cualquiera.
La Iglesia estableció lo
siguiente:
“Para que en la sagrada liturgia el
pueblo cristiano obtenga con mayor seguridad gracias abundantes, la santa madre
Iglesia desea proveer con solicitud a una reforma general de la misma liturgia.
Porque la liturgia consta de una parte que es inmutable, por ser de institución
divina, y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden
y aun deben variar, si es que en ellas se han introducido elementos que no
responden tan bien a la naturaleza íntima de la misma liturgia o han llegado a
ser menos apropiados” (SC 21).
La
normativa litúrgica la establece la
Iglesia, reflejada en los documentos y libros litúrgicos,
dando unidad al rito romano para que todos celebren igual, con unidad, mediante
los libros litúrgicos debidamente aprobados: “La reglamentación de la sagrada
liturgia es de la competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; ésta
reside en la Sede Apostólica
y, en la medida que determine la ley, en el obispo. En virtud del poder
concedido por el derecho, la reglamentación de las cuestiones litúrgicas
corresponde también, dentro de los límites establecidos, a las competentes
asambleas territoriales de obispos de distintas clases, legítimamente
constituidas” (SC 22).
Este
ordenamiento es coherente ya que la liturgia no es acción privada o particular,
sino eclesial (cf. SC 26) y la liturgia es una acción jerárquica y comunitaria
(cf. SC título al n. 26).
Las
adaptaciones en la liturgia, buscando la unidad pero sin una forzosa
uniformidad, pertenecen a la autoridad eclesiástica territorial y a la
aprobación de la Sede Apostólica
(cf. SC 39-40), pero no se deja al libre arbitrio de nadie, de ningún
particular.
“La
liturgia es eminentemente jerárquica y ha de ser regulada por la jerarquía.
Hemos visto en el prólogo cómo la liturgia está íntiammente ligada a la vida de
la Iglesia, y
ésta es eminentemente jerárquica por naturaleza.
Los
sujetos jurídicos que integran la autoridad eclesiástica son en primer lugar: la Sede Apostólica; el obispo, en
la medida que determine la ley, y las asambleas territoriales de obispos, en
virtud del poder concedido por el derecho”[1].
3.
Por ello, nada ni nadie puede arrogarse autoridad sobre la liturgia, con
supuesto criterio pastoral, modificando, cambiando, añadiendo, inventando. El
Concilio Vaticano II es tajante: “Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o
cambia cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia” (SC 22).
Sin
lugar a dudas esta afirmación desautoriza las actuaciones tan extendidas que
constituyen un abuso en la liturgia. Nadie puede arrogarse el derecho de
añadir, quitar o cambiar nada: la liturgia es la que la Iglesia ordena y regula.
Así
cada uno en la liturgia hará todo y sólo aquello que le pertenece: “En las
celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su
oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la
acción y las normas litúrgicas” (SC 28).
Para
evitar estos abusos y actuar con criterio pastoral hay que conocer cada ritual,
cada libro litúrgico. La primera parte, los prenotandos, expone la teología de
cada rito litúrgico y ofrece las variantes posibles. Luego el rito como tal con
sus rúbricas y las oraciones y plegarias; al final, un apéndice, normalmente,
con textos optativos. Se trata de elegir de entre lo que el mismo ritual
ofrece. Muchas veces se ofrece en las rúbricas varias formas para escoger;
otras veces señala cómo se hace algo sin más opciones. En ocasiones, se ofrecen
dos o tres textos “ad libitum”, para que se escojan, incluso hay rúbricas que
marcan que tal monición se puede decir “con éstas o parecidas palabras”.
Pero,
salvando la libertad de elección que marca cada libro litúrgico, nadie puede
suprimir ritos, cambiar las oraciones o improvisarlas, o tomar textos no
aprobados por la Iglesia,
etc., o añadir monición tras monición, como breves homilías a cada paso del
rito. Y si la rúbrica señala cómo hacer algo, simplemente obedecer, no omitirla
o hacer lo que a uno se le antoje.
Un
espectáculo desagradable porque crea confusión, es la arbitrariedad en la
liturgia, la libertad que cada cual se toma de realizar los ritos litúrgicos a
su gusto y manera; de una parroquia a otra todo varía, de un sacerdote a otro
hay una diferencia abismal. Esto, evidentemente, no ayuda al bien espiritual de
los fieles, no es pastoral. Más pastoral sería el criterio común de seguir
todos, con fidelidad, los libros litúrgicos ya reglamentados por la Iglesia y ofrecerlos al pueblo
cristiano sin corruptelas, ya sean grandes o pequeñas. Sea siempre la liturgia
de la Iglesia,
y no la manera de éste o de aquél.
[1] GARRIDO BONAÑO, M.,
“Reforma litúrgica” en AA.VV., Comentarios
a la constitución sobre la sagrada liturgia, Madrid 1964, 238.
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