Es
un sano orgullo poder pertenecer a la Iglesia que es santa. Tan pequeños y
pecadores como somos, sin embargo en el bautismo hemos sido incorporados a una
Iglesia que es santa, que brilla en santidad, que es un pueblo de santos. A esa
Iglesia santa hemos sido convocados, en esa Iglesia santa vivimos y crecemos,
esa Iglesia santa es nuestra Madre.
Hay
que reconocer, con dolor, que en ella existe el pecado de sus hijos y mis
propios pecados; la Iglesia santa incluye en su seno a los pecadores en camino
de redención. Esto la afea, estropea la belleza de su santidad, pero ésa es,
tristemente, nuestra única aportación en muchas ocasiones: nuestros propios
pecados. La Iglesia santa alberga hijos pecadores. Sí, en la Iglesia hay
pecadores y pecado: “La Iglesia, también después de Pentecostés, está compuesta
por hombres. Los hombres de Iglesia no resplandecen siempre, ni todos, de luz
divina. Incluso los más virtuosos, los que llamamos santos, tienen también sus
defectos; muchos santos son náufragos salvados, con frecuencia dramáticamente o
mediante aventurosas experiencias, y conducidos a la orilla de la salvación por
misericordia divina; con lenguaje profano podríamos decir, por una feliz
casualidad. Y además, no pocos de los que se profesan cristianos, no son
auténticos cristianos; y los que son maestros y ministros de la Iglesia tienen
muchas y largas páginas nada edificantes. La dificultad existe, grave y
compleja” (Pablo VI, Audiencia general, 7-junio-1972).
Esa
es la realidad dramática de la Iglesia peregrina. Y sin embargo, nada quita a
su santidad. Sigue siendo santa y así la confesamos: “Creo en la Iglesia… que
es santa”.
La
Iglesia es santa, y nunca dejará de serlo, por su Cabeza, Jesucristo; es santa
por el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, que la ha dotado de todos los medios
necesarios para la santificación… y es santa por la multitud de sus hijos
santos. Todo esto hay que tenerlo claro y recordarlo muchas veces porque los
pecados de los hijos de la Iglesia nos lo hacen olvidar en muchas ocasiones
demasiado pronto.
Así
pues, ¿cómo es santa la Iglesia? “Debemos recordar cómo la santidad es al mismo
tiempo una propiedad de la Iglesia, es decir, un modo misterioso suyo de ser,
que se deriva de su vocación de pueblo de Dios, de la alianza que Dios ha
instituido con aquella parte de la humanidad elegida por Él, favorecida,
santificada precisamente, y amada (cf. Ef 5,26-27), que se llama Iglesia,
esposa y Cuerpo místico de Cristo, sacramento inagotable, es decir, signo e
instrumento de salvación. Debemos recordar igualmente cómo la santidad es
también por ello una nota de la Iglesia, o, lo que es igual, una cualidad
exterior, una belleza reconocible, un argumento apologético apto para
impresionar histórica y socialmente a los hombres que lo observen con mirada
honrada y capaz de reconocer, donde están, los valores espirituales (cf. LG 9)”
(Pablo VI, Audiencia general, 4-noviembre-1972).
Siendo
éste el origen y fundamento de la santidad de la Iglesia, reconozcamos que ella
es santa en todo, según el plan de Dios.
“La
Iglesia, en el designio de Dios, es santa, es decir, asociada a Él, animada por
su Espíritu, revestida de una belleza trascendente que procede de la armonía de
sus líneas constitutivas que responden al designio divino, y, por tanto,
sagrada y siempre orientada religiosamente al culto divino y a la observancia
de la voluntad divina.
Es
santa en su naturaleza.
Es
santa en sus verdades divinas que le han sido confiadas y que ella enseña.
Es
santa, especialmente en sus sacramentos, mediante los cuales santifica a los
hombres.
Es
santa en su liturgia y en su oración.
Es
santa en su ley, es decir, en la pedagogía con que guía a los hombres para
caminar por los senderos del Evangelio y para vivir en la caridad” (Ibíd.).
¡Así
de santa es la Iglesia! Pero, ahora bien, a la santidad de la Iglesia debe
corresponder la santidad de sus hijos. Ser hijos de la santa Iglesia es
compromiso y exigencia renovada de ser santos para embellecer a la Iglesia. Su
santidad espolea nuestras vidas para que deseemos ser realmente santos. Es
compromiso y tarea, es exigencia, es responsabilidad filial: seamos santos en
la Iglesia santa. Hagamos nuestra la santidad de la Iglesia.
“Pero
esta santidad, que podemos llamar activa, está encaminada a producir la
santidad que puede llamarse “derivada” (si no del todo pasiva) de los miembros
que componen la Iglesia, esto es, de los hombres, los cuales, también en el
orden de la gracia, permanecen libres, más aún, son invitados, ayudados,
comprometidos a hacer uso, el más consciente y asiduo posible, de su libertad,
es decir, a cumplir en sí mismos el precepto sumo y urgente del amor de Dios, y
el otro, que va estrechamente unido a él, del amor al prójimo, con todos los
deberes que, según las circunstancias en las que uno se encuentra, se derivan
de dichos preceptos.
A
la santidad constitutiva de la Iglesia debe corresponder la santidad practicada
por sus miembros. Que es como decir: no sólo la Iglesia es santa por sí misma,
sino que nosotros, que pertenecemos a ella y formamos parte de la misma,
debemos presentarla santa, en cuanto de nosotros depende, es decir, nosotros,
individuos, organismos, comunidades, debemos ser santos. Esta necesidad
relativa a las personas, en su realización proviene de una necesidad más honda
ya existente, que se refiere a la autenticidad interior: la santidad, como
decíamos, propia de la institución eclesial” (Ibíd.).
Seamos
santos en la Iglesia santa. Seamos santos con la santidad de la Iglesia santa.
Así seremos buenos hijos suyos. Nuestra vida plasme la santidad de la Iglesia,
con pura transparencia.
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