El santo tiempo pascual es el
momento máximo de la vida de la
Iglesia ya que es la celebración, el espacio gozosísimo, de
la santa Resurrección del Señor, su Victoria, la obra de nuestra redención y su
perspectiva escatológica.
Las
preces de Laudes ejercerán una sana pedagogía ayudándonos a vivir la santa
Pascua y consiguiendo que nos adentremos más en el Misterio, gozando de la Belleza y Gloria del Señor
resucitado, el Eternamente Vivo.
1. Los encabezamientos
Dios
resucitó a su Hijo Jesús de entre los muertos y lo constituyó jefe y salvador;
así resuena el anuncio apostólico (cf. Hch 5,31) y así vivimos la Pascua: “Invoquemos a Dios,
Padre todopoderoso, que resucitó a Jesús, nuestro jefe y salvador” (Dom II). El
Padre mismo recibe gloria, alabanza y honor por el hecho de la resurrección de
su Hijo: “Oremos a Dios Padre todopoderoso, que ha sido glorificado en la
muerte y resurrección de su Hijo” (Lun II).
Por
la Pascua, el
Señor Resucitado ha destruido el pecado, se ha convertido en Fuente y Señor de
la vida, y quiere comunicarla a los hombres, a su Cuerpo entero: “Oremos
agradecidos a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Cordero inmaculado
que quita el pecado del mundo y nos comunica su vida nueva” (Mart II).
Realmente
vivo y glorificado, se apareció a los apóstoles, se hizo ver a ellos y ellos
son sus testigos: “Dirijámonos a Dios, que hizo ver a Jesús resucitado a los
apóstoles” (Mierc II).
Cristo
resucitado es el primogénito de entre los muertos, el primero en la nueva
creación, que resucitará en el último día a los que mueran unidos a Él. Esa es
nuestra esperanza y nuestra confesión de fe: “Dios Padre, que quiso que Cristo
fuera la primicia de la resurrección de los hombres” (Juev II). La acción trinitaria
de la resurrección es recordada y confesada, con el trasfondo de una cita
paulina (cf. Rm 8,11): “Dirijamos nuestra oración a Dios Padre, que por el
Espíritu resucitó a Jesús de entre los muertos y vivificará también nuestros
cuerpos mortales” (Vier II). Lo hará con quienes coman el pan de la vida con el
que los resucitará el último día (cf. Jn 6,55): “Cristo, pan de vida, que en el
último día resucitará a los que se alimentan con su palabra y con su cuerpo”
(Sab III).
La
perspectiva escatológica no podía faltar; la santa Pascua de Jesús inaugura el
tiempo pleno y definitivo, anticipándolo. En la Pascua, Cristo “nos ha
manifestado la vida eterna” (Sab II). Él, resucitado de entre los muertos, en
el último día, cuando vuelva glorioso, “nos
resucitará” (cf. 2Co 4,14): “Cristo, autor de la vida, a quien Dios
resucitó de entre los muertos, y que por su poder nos resucitará también a
nosotros” (Dom III); pero ya, ahora, nos da vida nueva, vida eterna, vida feliz
y bienaventurada: “Dios Padre… por la resurrección de Jesucristo nos ha dado
vida nueva” (Vier III).
La
imagen del Resucitado, ahora en Pascua, nos hace vislumbrar su triunfo
definitivo, “Rey de reyes y Señor de
señores” (Ap 19,16), que “juzgará a
todas las naciones con rectitud” (cf. Sal 95) y a quien todo le será
sometido (cf. 1Co 15,27-28): “Glorifiquemos a Cristo, a quien el Padre ha
enaltecido dándole en herencia todas las naciones” (Lun III), como anuncia el
salmo 2: “le daré en herencia las
naciones, en posesión los confines de la tierra”. Esta perspectiva de
totalidad universal se afianza, con esplendor y esperanza, en la santa
Ascensión de Jesús; “invoquemos alegres al Rey de la gloria que, elevado sobre
la tierra, atrae a todos hacia sí” (Ascenc). Cristo entra en el cielo, se alzan
los dinteles porque va a entrar el Rey de la gloria, el Señor, héroe valeroso
(cf. Sal 23).
Todo
aquello que Jesús predijo, se ha cumplido en su Pascua. Si afirmó que el Templo
sería destruido y Él en tres días lo reconstruiría, hablando del templo de su
cuerpo (Jn 2,13-20), ahora vemos su Cuerpo como Templo de Dios reconstruido,
lugar del encuentro de Dios con los hombres: “Alabemos a Cristo que con su
poder reconstruyó el templo destruido de su cuerpo” (Mart III). Ahora,
resucitado, es constituido Cabeza de su Cuerpo que es la Iglesia, y en ella está
presente vivificando a sus miembros: “Cristo resucitado y siempre presente en
su Iglesia” (Juev III).
El
sacrificio pascual de Jesucristo obra nuestra redención. Él es sabiduría,
justicia, santificación y redención (cf. 1Co 1,24); Él es la Pascua de nuestra
salvación: “Oremos a Cristo, que fue entregado por nuestros pecados y
resucitado para nuestra justificación” (Mier III). Hemos sido justificados por
el misterio pascual de Cristo y la fuerza santificadora de su Espíritu Santo:
“unámonos en la alabanza y en la oración a todos los que han sido justificados
por el Espíritu de Dios” (Dom VII).
La
última semana de la cincuentena pascual, entre la Ascensión y su culmen,
Pentecostés, dispone y orienta a la
Iglesia acrecentando su deseo del Espíritu Santo, y
preparándose interiormente para su efusión Pentecostal.
Los
encabezamientos de las preces recuerdan la necesidad del Espíritu Santo para la
vida eclesial y para la concreta vida de cada cristiano. Oramos entonces
deseando el Don del Espíritu. Esa fue la promesa de Cristo: “Bendigamos a
Cristo, que nos prometió enviar desde el Padre, en su nombre, el Espíritu
Santo” (Lun VII). Se insiste perseverantemente, apoyados en la promesa de
Cristo: “Glorifiquemos a Cristo, el Señor, que nos prometió enviar desde el
Padre el Espíritu Santo” (Mart VII).
Invocamos
a Dios como Padre porque su Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu, se
une a él, para clamar: ¡Padre! (cf. Rm 8,15-16; Gal 4,6); es el Espíritu el que
nos conduce a vivir la filiación divina con mayor intensidad y gozo; es el
Espíritu quien ora en nosotros y por nosotros: “Dando gracias al Padre porque
el Espíritu santo y nuestro espíritu dan testimonio concorde de que somos hijos
de Dios” (Mier VII). Su Espíritu Santo nos lleva de la mano, como pedagogo y
maestro, acercándonos a Dios: “Cristo, el Señor, por quien podemos acercarnos
al Padre con un mismo Espíritu” (Juev VII). La esperanza no defrauda por el Espíritu
Santo que se nos ha dado (cf. Rm 5,5); la esperanza sostiene y alienta nuestro
caminar: “Dios Padre, a quien pertenece el honor y la gloria por los siglos,
nos conceda que, con la fuerza del Espíritu Santo, desbordemos de esperanza”
(Vier VII).
Hemos sido bautizados
en el Espíritu, bebemos el mismo Espíritu y es el Espíritu Santo quien nos
anima, crea y genera la concordia y el gozo de la unidad; así nuestra oración
eclesial es signo de una comunión real: “Nosotros, que hemos sido bautizados en
el Espíritu Santo, glorifiquemos al Señor junto con todos los bautizados” (Sab
VII). El Espíritu Santo dirige el corazón de la Iglesia para la alabanza
común, glorificando a Cristo Señor. El Espíritu Santo es el Admirable
Constructor de la unidad de la
Iglesia: “Oremos a Cristo, el Señor, que ha congregado su
Iglesia por el Espíritu Santo” (Pentecost).
Me da por pensar que la escatología debería ser un referente constante del creyente. No hemos sido amados para permanecer en el mundo. No pertenecemos al mundo, ni somos del mundo. ¡Qué suerte y qué trabajos! Alabado sea DIOS. Sigo rezando. DIOS les bendiga.
ResponderEliminar