jueves, 14 de noviembre de 2013

La historia de la Iglesia es historia de sus santos

La historia, la gran historia, a veces se escribe de la manera más oculta y discreta, velada para los ojos profanos, cuando Dios entra en diálogo con un alma y la va transformando. En esos diálogos decisivos de oración, intimidad y amor, Dios está escribiendo una nueva página en la historia.


¡Qué manera tan eficaz, tan sorprendente, tan alejada de centros de poder político o económico, de ideología, es la manera de los santos! Ellos han partido de la iniciativa divina revelándose, dándose a ellos. Todos suelen coincidir en aquel versículo de Isaías, "secretum meum mihi", "mi secreto para mí", sin exponer a la mirada indiscreta la hondura de Dios con el alma. Y aun cuando hayan narrado mucho de su proceso interior, como san Agustín en sus Confesiones o santa Teresa en su Libro de la Vida, siempre saben y así lo expresan que hay un núcleo último, inexplicable, inefable, que es Dios obrando y el hombre ante Él.

Hay almas elegidas, escogidas por Dios, para una misión que es su propia vocación. Reciben una misión para todos, un haz de luz del Misterio que ellos van a reflejar provocando una reverberación nueva, llamativa, fascinante. Están puestos en lo alto del candelero para que iluminen a todos los de casa. Son santos especialmente "novedosos", que irrumpen con fuerza en la historia, le ofrecen un rumbo nuevo.

La historia de la Iglesia es historia de sus santos. Perspectiva nueva, teológica, que no podemos olvidar: la historia de la Iglesia es una historia de santidad, un entramado de santos puestos por Dios como inicios nuevos de capítulos fascinantes.

"La verdadera historia del hombre, la que constituye su entraña forjando su felicidad o su desgracia personal, nos queda casi siempre desconocida. E igualmente nos queda desconocida la historia íntima de la Iglesia, aquella en la que cada creyente vive delante de Dios y desde la relación con él vivo con el prójimo, cumple silenciosamente su misión, que, aunque no haya trasparecido, no por ello ha sido menos intensa.

La historia de cada alma y la historia de cada misión son las primeras piedras angulares de la Iglesia. Que en algunos casos Dios quiera hacer patente ante toda ella el destino interior de ciertas vidas no significa que sólo ésas hayan vivido una real santidad y hayan sido testigos fieles del Evangelio. La historia de los santos en la Iglesia es la historia de las sucesivas encarnaciones de Cristo en humanidades complementarias, que van reflejando su rostro en la medida en que una generación nueva necesita reconocerlo. Todos los misterios, todos los estados del alma, todos los sentimientos, todas las virtudes de Cristo son revividas en cada momento de la Iglesia por los miembros de su cuerpo. Cada uno de nosotros estamos llamados a proseguir y revivir uno. Sólo Dios sabe por qué da a conocer y hacer relumbrar a unos y no a otros, en unos momentos y no en otros. Todos alumbran con la misma luz, pero cada generación necesita especialmente un resplandor propio, relee con especial cercanía una página del Evangelio, concreta un carisma del Espíritu y realiza un servicio nuevo.

La llamada "historia nueva" nos ha ayudado a ver nuevos problemas y a trabajar con nuevos datos y métodos. Frente a la acentuación de las personalidades individuales (reyes, papas, genios, santos...) hemos redescubierto la importancia de lo cuantitativo en la historia. Si cada hombre es un absoluto y toda persona es sagrada, no es lo mismo que compartan o pierdan la fe un individuo o cincuenta millones, se incorporen a la Iglesia un ciudadano o toda la nación. Es importante saber quién y cómo era Felipe II. Pero los ocho millones restantes de españoles del siglo XVI, ¿qué pensaban y cómo se alimentaban, cómo percibieron la Inquisición y cómo soñaron el descubrimiento de América?

La historia de la Iglesia es la historia de cada creyente, la historia del pueblo cristiano y dentro de él la historia de los hechos que, articulando ese pueblo activo o dinamizando ese pueblo pasivo, han ido realizando su unidad y santidad, su catolicidad y apostolicidad" (O. González de Cardedal, La teología en España (1959-2009), Madrid 2010, pp. 403-405).

2 comentarios:

  1. A pesar de disfrutar en el encuentro con cada hermano con el que realmente compartes la fe, me gustaría preguntarle a Cardedal dónde sitúa, dentro de su reflexión sobre la historia, al santo rey David, a Ciro, a los emperadores Constantino y Teodosio…, el desierto, el destierro a Babilonia… porque ni todos los hombres ni todos los acontecimientos tienen la misma trascendencia, análogas consecuencias.

    Es cierto que la verdadera historia de todo hombre, sea o no conocido por su nombre y algunos de sus hechos, nos es desconocida; ni siquiera el entramado (el revés) del “bordado” de la historia con sus nudos e imperfecciones es del todo visible a nuestros ojos, mucho menos el “bordado” en su deslumbrante belleza, pero sí existen sucesos, hitos y hombres que, nunca mejor dicho, “han hecho historia”, tal y como señala la primera parte de la entrada. Lo cuantitativo puede tener un peligro, ya constatado en la historia: muchos, cuantos más mejor, sin preguntarse, sin mirar en qué condición lo somos, puede llevarnos a callejones de difícil salida.

    A mí no me gusta efectuar atribuciones a Dios tales como “Dios ha querido”, “Dios ha hecho”. Si tuviera que dar una definición, sería únicamente ésta: Dios, en su infinita sabiduría y misericordia, realiza su plan de salvación, sin que esta esperanza radical encubra las obstrucciones que los hombres, conocidos o no, ponemos a dicho plan; obstrucciones que Dios permite y reconduce porque nos ha dado libre albedrio.

    En oración ¡Qué Dios les bendiga!

    ResponderEliminar
  2. La santidad anónima es la que fermenta la masa, la que sala la tierra. Vidas anónimas llenas de la GRACIA de DIOS. Es la sabiduría que DIOS no da a los sabios. Alabado sea DIOS. Sigo rezando. DIOS les bendiga.

    ResponderEliminar