El
conocimiento propio es una herramienta del itinerario espiritual de
crecimiento, una preciosa virtud que favorece que vayamos adquiriendo la
“imagen de Cristo” (Rm 8,29). No es un simple examen o repaso de faltas en un catálogo
moral externo a nosotros, es conocernos –de nuevo- como Dios nos conoce, (cf. 1Co 13,12), en una tarea que siempre va a
abarcar toda la vida. ¿No era el grito de San Agustín: Que me conozca, que te
conozca?
Una experiencia espiritual
honda incluye un verdadero conocimiento de sí mismo, de las virtudes y
cualidades personales, y también de los propios límites, reconocidos en la
verdad y aceptados para ser integrados y no ser fuente de conflictos al no
aceptarse uno tal cual es. Esta madurez del conocimiento propio se adquiere
mirándose con una cierta distancia crítica de uno mismo, estando abierto para
aprender, saber aceptar las correcciones que nos hagan y estar dispuesto a
corregirse para crecer.
Si la experiencia espiritual
cristiana es verdadera y no meramente sensible o afectiva, uno de los signos
más claros es la necesidad de andar en verdad. La fe engendra el andar en
verdad y el conocimiento propio es tarea de cada hombre y obra de Dios con su
gracia. Sólo Dios nos muestra la verdad de nuestro ser totalmente con entrañas
de misericordia. “Jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a
Dios” (Sta. Teresa, 1M
2,9): ¡conocernos en Dios, sabiéndonos amados por Él tal cual
somos!, ya que sólo quien se sabe amado es capaz de crecer y caminar.
El
conocimiento propio tiene una gran ventaja humana y espiritual: es el camino
para la aceptación de uno mismo. El creyente debe estar reconciliado con su
pasado, con lo negativo que forma parte de él y también con lo positivo;
reconciliado con sus cualidades y sus debilidades, o lo que es lo mismo,
habiendo aceptado y encajado todo este mundo interior que le constituye en
persona. Esto se descubre a la luz de Dios.
La aceptación humilde y agradecida
de sí mismo (que no es pasividad ni resignación amargada) caracteriza la
madurez humana. La aceptación de sí mismo es humilde, el hombre maduro no es
presuntuoso ni altanero, como rezamos en el salmo 130, conoce sus límites, sus
debilidades, sus carencias y pecados y sus defectos. Aquí nacerá la autoestima
sana de quererse a uno mismo para poder amar y aceptar a los demás, sabiéndose
profundamente amado por Dios: “Nosotros
hemos conocido el Amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1Jn 4,16).
Además de la autoestima, nacerá la confianza sin límites en el Amor de Cristo y
en su potencia salvadora que es capaz de redimir y curar las heridas más
profundas del corazón humano, pues Él es Médico y Salvador.
¿Cómo
conocerse?
Estando
atentos al propio mundo interior.
El examen de conciencia diario, de forma breve, y de manera más amplia
al celebrar el Sacramento de la Reconciliación nos pondrá en la verdad de lo que
somos, viendo nuestros pecados y descubriendo también la raíz de esos pecados y las desviaciones del
corazón; examinando lo bueno recibido de Dios y las respuestas que vamos dando.
En este examen de conciencia también se mira lo que Dios ha dado al alma en
virtudes, cualidades, crismas, y el uso y rendimiento que vamos haciendo. El
examen de conciencia atento a la luz de Dios es un medio privilegiado. Al principio será árido y costoso,
no se descubrirá nada –seguiremos con una imagen de nosotros maravillosa pero
desajustada a la verdad-.
San Juan de Ávila recomendaba:
“No te entremetas en saber cosas curiosas; vuelve tu
vista a ti misma y persevera en examinarte;
que, aunque al principio no halles nada de importancia al conocerte, como quien
entra en la claridad del sol en una habitación oscura, pero, perseverando con sosiego, poco a poco verás
con la gracia de Dios lo que hay en tu
corazón, aunque esté en los más secretos rincones” (AF, c. 58).
La oración personal es otro de los medios; en la oración tratamos con
Dios en comunicación de amistad y amor y el Señor va dando luces, mueve el
alma, nos hace ir descubriendo lo que somos, nos va pidiendo algo, nos señala
el camino de lo que quiere de nosotros, nos muestra la verdad de nosotros
mismos en su presencia. La oración es entrar en la Verdad que nos hace libres.
Estas palabras de Sta. Teresa de Jesús son muy iluminadoras de una oración verdadera:
“en principio y fin de la oración... siempre acabéis en propio conocimiento” (C 39,5);
“tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento...
que muchos de oración” (F
5,16).
Junto a la oración personal, la lectura meditada de la Palabra de Dios y de los
escritos de los santos, que sirven de espejo para confrontarnos, que nos
descubrirán muchas cosas de nuestro interior; cuando vayamos leyendo
meditativamente y descubramos algo que nos llama poderosamente la atención,
estemos disponibles para pararnos, pues puede ser una llamada del Señor, y
miremos lo que estamos leyendo con lo que somos nosotros. Esta lectura meditada,
sin prisas para poder confrontar con nosotros mismos como en un espejo, es de
inestimable ayuda para irnos descubriendo.
El análisis o la introspección, entrar en nuestro mundo interior y
analizarnos, siempre con serenidad y paz. ¿Cómo hacerlo? Descubrir qué
sentimos, cómo estamos, en qué circunstancias nos sentimos así... porque los
sentimientos son reflejos de comportamientos más profundos del alma y nos delatan
la verdad de lo que somos: sentimientos de rechazo, de alegría, o de cobardía,
que afloran sin que sepamos conscientemente porqué. Hay que analizar y buscar
sus causas.
Muy conveniente además ver cómo
reacciono ante el defecto verdadero del otro, la debilidad objetiva del otro
pone al descubierto, según mi reacción, mi propio mundo interior, y, consecuentemente,
es para mí fuente de conocimiento y ocasión propia para trabajarme
espiritualmente. E igualmente, conocer en este análisis, los sentimientos y
reacciones que se despiertan ante un suceso agradable, ver cómo hemos
reaccionado ante una circunstancia adversa, saber qué me entristece aunque no
exista una causa real y concreta, etc...
El
conocimiento propio –como Dios nos conoce- será el acceso para una mayor
madurez personal, viviendo en humildad, aceptando lo que somos e integrando
aquello que no está maduro ni sano; pondremos nombre a lo que está en nuestro
interior que nos daña y no queremos reconocer, y agradeceremos a Dios los dones
y posibilidades que ha puesto en nuestra alma, como talentos preciosos, para
fructificarlos e ir adquiriendo la imagen de Cristo, el rostro de Cristo, humanidad
plena y perfecta, en nosotros.
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