1.
El discernimiento es una gran virtud, casi imprescindible, pero que, a la vez,
es un don de Dios y hay que suplicarle constantemente el saber discernir. Si S.
Pablo señalaba: “Examinadlo todo y
quedaos con lo bueno” (1Ts 5,21), el discernimiento viene a ser la cima de muchas virtudes y
lo propio de los hombres y mujeres de Dios al saber examinarlo todo, quedarse
con lo bueno, y lo bueno siempre es la voluntad de Dios, la Presencia de Dios.
Este discernimiento es un examen, un
juicio que divide y separa, para hallar en todo la voluntad de Dios, o
interpretar los acontecimientos, o conocer qué es de Dios, y esto sólo lo
realizan los hombres espirituales, esto es, aquellos que viven sumergidos en el
Misterio de Dios, en profunda comunión con Cristo y siempre dóciles al Espíritu
Santo por la oración.
El que es espiritual reconoce –en el espíritu- los signos
de la Presencia
de Dios y de su voluntad. Lejos de convertir el proceso de discernimiento en
una técnica de examen, o en una disciplina que se “pudiese comprar” de algún modo,
su premisa es el trato y la familiaridad íntima con Cristo para saber entender
el lenguaje de Dios, descubrir su voz en todo.
2. El discernimiento es un arte, muy
deseable, que Dios otorga cuando hay una transformación profunda de nuestro ser
carnal, terreno, nuestro hombre viejo, en ser espiritual, lleno de Dios,
celestial, el hombre nuevo. Esta transformación siempre se realiza por la
ascesis, la penitencia, la mortificación de la propia voluntad, el dominio de
las pasiones, y por el trato con Cristo, orante, contemplativo, en muchas horas
de Sagrario y custodia tratando con Él.
No hay otros modos, pues aunque se dé
lo que se tiene en limosna, y aún con amor, el discernimiento sigue siendo un
regalo; aunque uno viva entregado al servicio de los demás, o atendiendo
enfermos, el discernimiento es un don. Aunque se tuviese el carisma de predicación,
o se fuese catequista –en sus diversas formas- el discernimiento viene dado
como Gracia y, por tanto, ni se puede exigir ni es medida de nada el que
alguien tenga o no discernimiento para su propia vida y para los demás. El
único discernimiento que viene garantizado por el Espíritu Santo es el de los
sacerdotes, fruto del Sacramento del Orden, que da el discernimiento pastoral
para gobernar la comunidad cristiana, para la única predicación autorizada de la Palabra y la santificación
en los Sacramentos, y permite el sello sacramental –el carácter- discernir en
la confesión de los penitentes y en la dirección espiritual, lo que se denomina
gracia de estado, y esto es propio de los sacerdotes. Fuera de este caso, nadie
tiene garantizado el discernimiento ni por edad, ni desprendimiento, ni servicio
o apostolado ni según las distintas espiritualidades.
Siendo un don y una gracia, hay que
meditar y considerar el discernimiento para desearlo y suplicarlo, e iniciarnos
en ese arte en la parte que el hombre puede realizar.
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