sábado, 16 de marzo de 2024

Conocimiento propio (virtud - II)

La tarea del conocimiento propio resulta siempre necesaria y siempre actual: siempre evolucionamos, cambiamos en cosas o actitudes sin darnos cuenta; valoramos y amamos de modos distintos; respondemos de forma diferente a los problemas o circunstancias; algunas veces algo que ya teníamos adquirido lo hemos dejado enfriar o ha quedado atrofiado cuando antes esa virtud nos había costado mucho esfuerzo adquirirla. 




Es necesario entonces, como un vigilante, el conocimiento propio, que nos pone en guardia, nos avisa de cómo estamos internamente.

Este conocimiento propio es siempre una medida de una identidad  personal clara y ajustada, porque uno sabe quién es por el conocimiento real y claro que tenga de sí mismo, tal como es en la presencia de Dios. Por eso se puede afirmar que uno tiene una identidad suficientemente integrada y auténtica cuando tiene la capacidad habitual de entrar en contacto con el propio mundo interior, (San Agustín al hablar de esta experiencia se lamentaba del tiempo que había pasado “buscándote fuera”, en los sentidos, en el mundo, sin haber penetrado en su interior).   

Este entrar en contacto con el propio mundo interior se realiza por el “conocimiento interno” propio, que permite dialogar con nuestro interior y abrirse a nuevas experiencias, sin miedo, para incorporarlas e ir elaborando el crecimiento de la propia identidad. Esto puede ocurrir durante todas las etapas de la vida y otras muchas circunstancias de la vida.

 
Hay identidades más rígidas que para conocerse y entrar en lo propio interior necesitan de agentes externos que les remuevan para que se produzca un cambio. Estos “agentes externos” pueden ser circunstancias que se presentan en la vida y que provocan una respuesta que conmueve todo lo interno, o cuando se colocan a estas personas en circunstancias favorables para que sin miedo, se abran y puedan crecer (un cambio en la vida, un tiempo de Ejercicios espirituales, etc.).

Pero sepamos con claridad que este conocimiento propio nos será siempre muy liberador en el camino del crecimiento humano-espiritual. Una verdadera madurez humana puede darse con alguna inmaduración en algún sector de la personalidad, con tal de que sea maduro el modo de responder a los problemas planteados por la vida y por la biografía personal; quien se conoce, sabe de esto, y es el primer paso en la madurez, el reconocimiento de lo que aún está inmaduro, roto; sentir esa inmaduración como una dificultad que rompe la armonía interior, y lograr dominar esa inmaduración desde la libertad progresiva y la propia aceptación, para que no sea causa de caída o de angustia. Para madurar y aceptar lo que uno es, se requiere ese conocimiento propio.

De nuevo, para esa madurez humana y espiritual, nos aparece la humildad verdadera. En el camino de la maduración personal la actitud básica exigida es la de “andar en verdad delante de la Verdad” (Sta. Teresa de Jesús, V 40,3); “andar en Verdad” es humildad, autenticidad, conocernos como Dios nos conoce. Sin esta virtud es imposible construir una experiencia creyente honda, que desenmascare muchos autoengaños en la mente y en las vivencias personales. 

Esta humildad, dicen los psicólogos y los maestros espirituales, ha de ser hija de la magnanimidad: hay que tender a lo grande, a lo pleno, y uno de los rasgos de un alma grande, magnánima, es el respeto por lo real, por la verdad, ser verdadero, y esa es la humildad. 

La humildad es un factor intrínseco de corrección de errores que lleva en sí la sana personalidad creyente. La humildad hace fructificar en todo el proceso de crecimiento espiritual, asumiendo los propios errores y las correcciones que nos vayan haciendo para avanzar. 

Así declaraba San Bernardo lo que es la humildad:


            “Quien se conceptúa modestamente nunca será sobornado por ese doble filo de juicios falsos sobre sí mismo, teniéndose en más de lo que es o atribuyéndose algo a sí mismo. Asume pacientemente sus propias carencias y disfruta con humildad, no en sí mismo, sino en el Señor, los valores que reconoce tener” (Sobre el ministerio episcopal, 19).

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