martes, 30 de octubre de 2018

Tratado de la paciencia (San Agustín, IX)

Retorna san Agustín, no de manera sistemática, sino volviendo y ampliando, argumentando de otro modo, sobre la paciencia y cómo la buena voluntad, o simplemente la voluntad, no basta para ser pacientes.


La caridad es la fuente de la verdadera paciencia. Quien ama de verdad, es capaz de esperarlo todo, de esperar el bien, de esperar al prójimo. La caridad es paciente. No es simplemente el estado emotivo, la vida afectiva tratada romántica, sino una caridad que tiene su origen en Dios -¡Dios es caridad!- y que Él infunde en nosotros.

Un amor de caridad así, excelente, incluye la paciencia, da la paciencia. 

La voluntad ahora, transformada por una caridad teologal tan excelente, es paciente. Pero sin la caridad, sin la gracia, la voluntad se puede desviar o puede agotarse en sus buenos propósitos incluso, cansándose.


"CAPÍTULO XXIII. LA CARIDAD FUENTE DE LA VERDADERA PACIENCIA

20. Esto lo he dicho por la caridad, sin la cual no puede darse en nosotros verdadera paciencia; porque en los buenos habita la caridad de Dios que todo lo tolera, como está en los malos la codicia del mundo. Pero esta caridad está en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado, y, por eso, quien nos da la caridad, nos da también la paciencia. 

Pero la codicia del mundo cuando tolera pacientemente el peso de cualquier calamidad, y se gloría de las fuerzas de su voluntad, es como si se gloriase del estupor de la enfermedad, no del vigor de la salud. Loco es ese gloriarse, que no es paciencia sino demencia. Esa voluntad tanto parece más paciente en tolerar los males más amargos cuanto está más ávida de los bienes temporales y más vacía de los eternos.


CAPÍTULO XXIV. LA MALA VOLUNTAD NO NECESITA DEL DIABLO

21. Cuando el espíritu diabólico incita y enardece la voluntad con apariencias falaces y sugestiones inmundas, cuando se une al pecador en maligna conspiración y enloquece su voluntad con el error o inflama con el apetito de alguna delectación mundana, parece que esa voluntad tolera maravillosamente lo intolerable; pero de ahí no se sigue que no pueda darse mala voluntad sin la instigación de un espíritu inmundo extraño, como no puede darse buena voluntad sin la ayuda del Espíritu Santo. 

Que pueda darse mala voluntad sin que la seduzca o incite otro espíritu, se prueba en el mismo diablo; él se hizo diablo por su propia voluntad y no por ningún otro diablo. Pues la mala voluntad, ya sea arrebatada por la concupiscencia o descarriada por el temor, desbordada por la alegría o encogida por la tristeza, o por otras perturbaciones del alma, desdeña y tolera todo lo que otros o ella misma, en otras circunstancias, no podrían soportar. 

Puede también seducirse a sí misma sin instigación de otro espíritu, y, por su debilidad, caer de lo superior a lo inferior. Y, entonces, cuando mayor dulzura cree poder encontrar en lo que pretende conseguir, cuando más goza lo ya conseguido o se lamenta de su pérdida, tanto mejor lo tolera todo, porque el dolor que tiene que padecer es menor que el gozo que le produce lo que ama. Sea de ello lo que fuere, se trata de una criatura y su emblema es el placer. Pues por el contacto familiar y la experiencia de su deleite se adhiere, en cierto modo, la criatura amada al amante.


CAPÍTULO XXV. LA BUENA VOLUNTAD SÓLO VIENE DE DIOS

22. De muy diferente linaje es la dulzura del Creador, de la que está escrito: “Y los abrevarás en el torrente de tus delicias” (Sal 35,9). Dios no es, como nosotros, una criatura. Si su amor no viene de Él a nosotros, no puede darse en nosotros. Y por esto, la buena voluntad por la que se ama a Dios no puede darse en el hombre sino cuando Dios produce en él ese querer (Flp 2,13). 

Esta buena voluntad, es decir, la voluntad sumisa, fielmente, a Dios, encendida con el fuego supremo de la santidad, que ama a Dios y al prójimo por Dios, ya se trate del amor, del cual afirma el apóstol Pedro: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21,15), o del temor del que dice el apóstol Pablo: “con temor y temblor trabajad vuestra propia salvación” (Flp 2,12), o de la alegría de la que dice: “alegres en la esperanza y pacientes en la tribulación” (Rm 12,12), o de la tristeza de la que dice que sufrió mucha por los hermanos (Rm 9,2). En todo eso que sufre de amargo y áspero, se trata siempre de la caridad de Dios que todo lo aguanta (1Co 13,7), y que no es difundida en nuestros corazones sino por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,5)".

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