Más difícil y laborioso es ir
logrando el silencio interior, comenzando por el silencio de la imaginación y
de la memoria, ya que “el encuentro con Dios exige la exclusión de las
disipaciones de la actividad interior, ejerciendo sobre la misma un control
efectivo”[1]. Y
silencio de la afectividad, simpatías naturales, placeres, preferencias, para
centrar el afecto sólo en Dios con libertad.
El
silencio se da en la oración y en la liturgia para que sean verdaderos
encuentros con el Señor y pueda el Señor comunicarse y donarse. “La vida de
oración está ritmada por una alternancia de palabras (exteriores e interiores)
e intervalos de silencio. La plegaria litúrgica conoce pausas de silenciosa adoración.
La meditación calla para descansar en Dios. Sólo la oración contemplativa se
distingue por un silencio más continuo”[2].
Para que
haya una verdadera pastoral litúrgica hoy, un cuidado de la celebración, estos
elementos del culto cristiano, tales como el silencio, deben ser privilegiados,
eliminando el subjetivismo que tiende a poner en primer lugar al hombre y sus
acciones, para dejar paso a la objetividad del Misterio, Dios, ante el cual se
adora, se escucha, se reza, se le da gracias.
El silencio en
la liturgia es un silencio que adora porque está ante el Misterio; "este
misterio continuamente se vela, se cubre de silencio, para evitar que, en lugar
de Dios, construyamos un ídolo. Sólo en una purificación progresiva del
conocimiento de comunión, el hombre y Dios se encontrarán y reconocerán en el
abrazo eterno su connaturalidad de amor, nunca destruida..." (Juan Pablo
II, Carta apostólica Orientale lumen, 16). En la liturgia, no lo olvidemos,
estamos ante Dios y le glorificamos; estamos ante su Presencia que todo lo
llena. Así el silencio es la respuesta del corazón ante el Misterio; "a
esta presencia nos acercamos sobre todo dejándonos educar en un silencio
adorante, porque en el culmen del conocimiento y de la experiencia de Dios está
su absoluta trascendencia. A ello se llega, más que a través de una meditación
sistemática, mediante la asimilación orante de la Escritura y de la Liturgia" (ibíd.).
Necesitamos
del silencio en la liturgia y necesitamos introducirnos en el silencio para el
acceso a Dios mismo, adorándole, amándole, escuchándole.
"Debemos confesar
que todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada: la
teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y
espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa
bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo
(cfr. Ex 34, 33) y para que nuestras asambleas sepan hacer espacio a la
presencia de Dios, evitando celebrarse a sí mismas; la predicación, para que no
se engañe pensando que basta multiplicar las palabras para atraer hacia la
experiencia de Dios; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha
sin amor y perdón. De ese silencio tiene necesidad el hombre de hoy, que a
menudo no sabe callar por miedo de encontrarse a sí mismo, de descubrirse, de
sentir el vacío que se convierte en demanda de significado; el hombre que se
aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan
aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y
a nosotros comprender esa palabra" (ibíd.).
Sólo el
silencio, bien cuidado, permitirá que la participación de los fieles sea real e
interior, aunque haya que modificar, y mucho, la actual praxis celebrativa.
"Un aspecto que es preciso
cultivar con más esmero en nuestras comunidades es la experiencia del silencio.
Resulta necesario "para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu
Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la
palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia" (Institutio generalis Liturgiae
Horarum, 202). En una sociedad que vive de manera cada vez más frenética, a
menudo aturdida por ruidos y dispersa en lo efímero, es vital redescubrir el
valor del silencio. No es casualidad que, también más allá del culto cristiano,
se difunden prácticas de meditación que dan importancia al recogimiento. ¿Por
qué no emprender, con audacia pedagógica, una educación específica en el
silencio dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana? Debemos
tener ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús, el cual "salió de casa y se
fue a un lugar desierto, y allí oraba" (Mc 1, 35). La liturgia, entre sus
diversos momentos y signos, no puede descuidar el del silencio" (Juan
Pablo II, Carta apostólica Spiritus et Sponsa, 13).
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