domingo, 30 de junio de 2024

Fecundidad del silencio - y II (Silencio - XLIII)



Más difícil y laborioso es ir logrando el silencio interior, comenzando por el silencio de la imaginación y de la memoria, ya que “el encuentro con Dios exige la exclusión de las disipaciones de la actividad interior, ejerciendo sobre la misma un control efectivo”[1]. Y silencio de la afectividad, simpatías naturales, placeres, preferencias, para centrar el afecto sólo en Dios con libertad.


            El silencio se da en la oración y en la liturgia para que sean verdaderos encuentros con el Señor y pueda el Señor comunicarse y donarse. “La vida de oración está ritmada por una alternancia de palabras (exteriores e interiores) e intervalos de silencio. La plegaria litúrgica conoce pausas de silenciosa adoración. La meditación calla para descansar en Dios. Sólo la oración contemplativa se distingue por un silencio más continuo”[2].

Para que haya una verdadera pastoral litúrgica hoy, un cuidado de la celebración, estos elementos del culto cristiano, tales como el silencio, deben ser privilegiados, eliminando el subjetivismo que tiende a poner en primer lugar al hombre y sus acciones, para dejar paso a la objetividad del Misterio, Dios, ante el cual se adora, se escucha, se reza, se le da gracias.

El silencio en la liturgia es un silencio que adora porque está ante el Misterio; "este misterio continuamente se vela, se cubre de silencio, para evitar que, en lugar de Dios, construyamos un ídolo. Sólo en una purificación progresiva del conocimiento de comunión, el hombre y Dios se encontrarán y reconocerán en el abrazo eterno su connaturalidad de amor, nunca destruida..." (Juan Pablo II, Carta apostólica Orientale lumen, 16). En la liturgia, no lo olvidemos, estamos ante Dios y le glorificamos; estamos ante su Presencia que todo lo llena. Así el silencio es la respuesta del corazón ante el Misterio; "a esta presencia nos acercamos sobre todo dejándonos educar en un silencio adorante, porque en el culmen del conocimiento y de la experiencia de Dios está su absoluta trascendencia. A ello se llega, más que a través de una meditación sistemática, mediante la asimilación orante de la Escritura y de la Liturgia" (ibíd.).


Necesitamos del silencio en la liturgia y necesitamos introducirnos en el silencio para el acceso a Dios mismo, adorándole, amándole, escuchándole.

"Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cfr. Ex 34, 33) y para que nuestras asambleas sepan hacer espacio a la presencia de Dios, evitando celebrarse a sí mismas; la predicación, para que no se engañe pensando que basta multiplicar las palabras para atraer hacia la experiencia de Dios; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón. De ese silencio tiene necesidad el hombre de hoy, que a menudo no sabe callar por miedo de encontrarse a sí mismo, de descubrirse, de sentir el vacío que se convierte en demanda de significado; el hombre que se aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra" (ibíd.).

Sólo el silencio, bien cuidado, permitirá que la participación de los fieles sea real e interior, aunque haya que modificar, y mucho, la actual praxis celebrativa.

            "Un aspecto que es preciso cultivar con más esmero en nuestras comunidades es la experiencia del silencio. Resulta necesario "para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia" (Institutio generalis Liturgiae Horarum, 202). En una sociedad que vive de manera cada vez más frenética, a menudo aturdida por ruidos y dispersa en lo efímero, es vital redescubrir el valor del silencio. No es casualidad que, también más allá del culto cristiano, se difunden prácticas de meditación que dan importancia al recogimiento. ¿Por qué no emprender, con  audacia  pedagógica, una educación específica en el silencio dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana? Debemos tener ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús, el cual "salió de casa y se fue a un lugar desierto, y allí oraba" (Mc 1, 35). La liturgia, entre sus diversos momentos y signos, no puede descuidar el del silencio" (Juan Pablo II, Carta apostólica Spiritus et Sponsa, 13).


[1] G. della Croce, “Silencio”, 392.
[2] G. della Croce, “Silencio”, 392.

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