A modo de resumen de todo lo
expuesto sobre los diversos valores y naturaleza del silencio, hagamos un
recorrido que sirva de síntesis.
El
silencio no es exclusión de palabras, un vacío; no es sinónimo de olvido o de
vacío o de nada; al contrario, tiene un sentido positivo: “silencio es el
comportamiento indispensable para escuchar a Dios y para acoger su
comunicación, es la atmósfera vital de la oración y el culto divino”[1].
En
Dios reina el silencio que envuelve su Ser, su Misterio, y es en el silencio
donde Dios se pronuncia a sí mismo en la Encarnación, como profetizaba el libro de la Sabiduría y canta la
liturgia de Navidad: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la
noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los
cielos” (Sb 18,14-15).
La
naturaleza inanimada vive y se desarrolla en silencio; así los espectáculos más
grandiosos de la naturaleza transcurren en un silencio conmovedor que estremece
ante la belleza de lo creado. Contemplar en silencio la naturaleza ha llevado,
por ejemplo, a la creación de numerosas obras de arte. Finalmente, en la visión
beatífica, la naturaleza glorificada se pierde en la contemplación silenciosa
de Dios: “Sileat a facie Domini omnis terra”, “calle delante del Señor toda la
tierra” (Zac 2,17).
El
silencio puede ser externo e interno, el silencio exterior es la condición
ambiental del silencio interior y hay que procurarlo. Es aconsejable (siempre
según las posibilidades y el propio estado de vida y oficio) hablar poco con
las criaturas y mucho con Dios, porque la palabra nos exterioriza y vacía, y en
el mucho hablar siempre hay dispersión e incluso fuga de lo interior y
personal. ¡Y estoy hoy, en una sociedad ruidosa, donde todos hablan de todo constantemente,
sin parar, sin respetar los lugares! Es hablar por hablar, siempre de
vaciedades.
[1] G. della Croce,
“Silencio”, en E. ANCILLI (dir.), Diccionario
de espiritualidad, tomo III, Barcelona 1984, 390.
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