El silencio pesa, es elocuente y
denso, en el inicio de la gran celebración del Viernes Santo; silencio de
penitencia y austeridad, silencio de adoración ante el gran Misterio,
predispone muy bien a vivir interiormente esta sobria y santísima celebración:
“El sacerdote y los ministros se dirigen en silencio al altar sin canto
alguno. Si hay que decir algunas palabras de introducción, debe hacerse antes
de la entrada de los ministros.
El sacerdote y los ministros, hecha la debida reverencia al altar, se
postran rostro en tierra; esta postración, que es un rito propio de este día,
se ha de conservar diligentemente por cuanto significa tanto la humillación
“del hombre terreno”, cuanto la tristeza y el dolor de la Iglesia.
Los fieles durante el ingreso de los ministros están de pie, y después
se arrodillan y oran en silencio” (Carta Prep. y celebración de las fiestas
pascuales, 65).
El
silencio, igualmente, acompaña la solemne proclamación de la liturgia de la Palabra, incluyendo el
momento de gracia, ¡memorial!, en que en la Pasión se dice: “y Jesús, inclinando la cabeza,
entregó el espíritu”, cuando “todos se arrodillan y hacen una pausa”, como
marca el leccionario.
Al
terminar la homilía del Viernes Santo, se ora meditando en silencio: “Después
de la lectura de la Pasión
hágase la homilía, y al final de la misma los fieles pueden ser invitados a
permanecer en oración silenciosa durante un breve espacio de tiempo” (Carta
Preparac. y celebración, 66).
La
gran oración de los fieles, desarrollada al estilo de la más antigua liturgia
de Roma, es participada por todos con el silencio. El diácono, o un lector,
proclama cada una de las diez intenciones; todos oran en silencio, y luego el
sacerdote pronuncia una oración. Se ora, pues, con el silencio y con el “Amén”
a cada oración del sacerdote.
Y
silencio reverente también en el rito de la ostensión de la Cruz:
“Este rito ha de hacerse con un esplendor digno de la gloria del
misterio de nuestra salvación; tanto la invitación al mostrar la Cruz como la respuesta del pueblo hágase
con canto, y no se omita el silencio de reverencia que sigue a cada una de las
postraciones, mientras el sacerdote celebrante, permaneciendo de pie, muestra
elevada la Cruz”
(Carta, Preparac. y celebrac., 68).
La
rúbrica del Ceremonial es clara: “Todos responden: Venid, adoremos, y terminado el canto, se arrodillan, y durante
breve tiempo adoran en silencio la
Cruz, que el Obispo, de pie, sostiene elevada” (CE 321).
Con
silencio igualmente se rodea el traslado de la Eucaristía desde la reserva
hasta el altar, una vez que éste se ha revestido con el mantel, candelabros, el
corporal y el Misal: “Dos acólitos con candeleros con cirios encendidos,
acompañan el Sacramento y los dejan cerca o sobre el altar. Entre tanto el
Obispo y todos los demás se levantan y permanecen en silencio. Cuando el
diácono haya dejado el Sacramento sobre el altar y descubierto el copón, el
Obispo y los diáconos se acercan y, hecha la genuflexión, suben al altar” (CE
325-326).
Como
siempre, se guarda el silencio sagrado después de la comunión:
“En seguida el Obispo, después de
permanecer según las circunstancias, algún tiempo en sagrado silencio, dice la
oración después de la comunión” (CE 329).
El
final de esta solemne celebración es igualmente peculiar y único; con las manos
extendidas sobre los fieles, el celebrante recita la “oratio super populum”, ni
traza la señal de la cruz, ni se despide a los fieles con el “Podéis ir en
paz”, sino que, directamente, se hace genuflexión a la cruz “y todos se retiran
en silencio” (CE 331).
Así
es como se entra en el gran silencio del Triduo pascual hasta la santa
resurrección.
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