Es evidente que el modo, el
estilo, de celebrar la liturgia un obispo o un sacerdote va marcando a los
fieles poco a poco, influye en la manera en que todos los demás van a vivir la
liturgia porque, insensiblemente, a la larga, el modo de un sacerdote va
educando al pueblo cristiano.
Por
eso es tan primordial que sacerdotes y obispos celebren bien, centrados en el
Misterio, siguiendo las prescripciones de los libros litúrgicos sin quitar
nada, cambiar o añadir, sumergiéndose en Dios con espíritu de fe y sin estar
distraídos.
Nuestra
liturgia es muy rica, pero para que estas riquezas beneficien la vida
espiritual de todos los fieles cristianos, sean un manantial de espiritualidad,
habrá que cortar de raíz tantos abusos (grandes o pequeños) que se cometen,
tantos inventos en la liturgia, tantos modos vulgares, secularizados, de
celebrar y vivir la liturgia. Esto provoca que apenas se dé unidad en la
liturgia y se varíe muchísimo de un sacerdote a otro, o de una parroquia a
otra, porque cada cual hace y deshace a su antojo (salvada la buena voluntad).
Hay
que volver a algo tan elemental como que todos se ajusten a lo que marcan las
normas litúrgicas y cultivar un espíritu orante en la liturgia, con dignidad,
unción y fervor. Benedicto XVI lo tenía muy claro e insistía en ello:
“La garantía más segura para que el
Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por
ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las
prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad
teológica de este Misal” (Carta a los Obispos que acompaña al Motu proprio
Summorum Pontificum, 7-julio-2007).
Entre
estos elementos necesarios para vivir la liturgia, con reverencia, con dignidad,
está el modo de recitar los textos litúrgicos. Las tres oraciones de la Misa (colecta, sobre las
ofrendas, postcomunión), el prefacio y la plegaria eucarística, están dirigidos
a Dios. El sacerdote los recita en nombre de todos (in nomine Ecclesiae) y los
fieles las ratifican respondiendo “Amén”.
La
reverencia estará en saber pronunciar estas plegarias orando, rezando,
consciente de lo que se dice, de forma pausada, reposada, para que los fieles,
oyéndolas, oren, las asimilen… e incluso nazca en ellos el deseo de meditarlas
luego personalmente, haciendo su oración personal con los mismos textos de la
liturgia. Normalmente se le da más valor y pausa y buena entonación a una
monición o a la homilía que a los mismos textos litúrgicos, que se suelen
recitar muy apresuradamente, con un tono cansino, sin reposo alguno.
Cuando
se considera que la liturgia es la gran oración de la Iglesia, las plegarias
litúrgicas se convierten en elemento principalísimo y se pronuncian bien, con
sentido, con fervor, sabiendo lo que se dice y a Quién se dice:
“Debemos aprender a pronunciar bien
las palabras. Cuando yo era profesor en mi patria, a veces los muchachos leían la Sagrada Escritura,
y la leían como se lee el texto de un poeta que no se ha comprendido. Como es
obvio, para aprender a pronunciar bien, antes es preciso haber entendido el
texto en su dramatismo, en su presente. Así también el Prefacio y la Plegaria Eucarística.
Para los fieles es difícil seguir un texto tan largo como el de nuestra
Plegaria Eucarística. Por eso, se han ‘inventado’ siempre plegarias nuevas.
Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no se responde al problema, dado que el
problema es que vivimos un tiempo que invita también a los demás al silencio
con Dios y a orar con Dios. Por tanto, las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se
pronuncia bien, con interioridad, pero también con el arte de hablar. De ahí se
sigue que el rezo de la
Plegaria eucarística requiere un momento de atención
particular para pronunciarla de un modo que implique a los demás” (Benedicto
XVI, Encuentro con los sacerdotes de Albano, 31-agosto-2006).
La
reverencia, la dignidad y el fervor al celebrar la liturgia, pronunciando bien
y con sentido los textos litúrgicos denotan hasta qué punto la divina liturgia
es la gran Oración de la Iglesia. Al
vivir la liturgia, pedagógicamente somos educados en las actitudes íntimas y
disposiciones fundamentales de la oración cristiana: comunión con Cristo,
obediencia, adoración, espíritu de fe, contemplación. “Orar es un caminar en
comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra vida cotidiana,
nuestros logros y fracasos, nuestras dificultades y alegrías: es un sencillo
presentarnos a nosotros mismos delante de Él. Pero, para que eso no se
convierta en una autocontemplación, es importante aprender continuamente a orar
rezando con la Iglesia”
(Benedicto XVI, Hom. en la Misa
crismal, 9-abril-2009).
Más
aún, “rezar significa, mediante una necesaria transformación paulatina de
nuestro ser, ir identificándose con el pneuma
de Jesús, ir acercándose al Espíritu de Dios (¡hacerse ‘anima ecclesiastica’!) y así bajo el aliento de su amor, vivir en
una alegría que ya no se nos puede quitar” (Ratzinger, J., La fiesta de la fe, 41). La oración nos eleva, nos introduce en la
comunión personal con Jesucristo y despliega el sentido de Iglesia en nuestra
alma.
Así
la liturgia se muestra maestra de espiritualidad, escuela de vida cristiana.
Pero, para ello, la misma liturgia debe ser oración; la reverencia y la
dignidad contribuirán a crear ese sentido orante; los textos litúrgicos y las
oraciones, pronunciados con sentido, pausadamente, permitirán la oración de
todos, la asimilación interior.
En efecto,como bien se ve en su magnífica foto, sin duda de espaldas al Pueblo es como mejor se concentra el amable sacerdote. Se puede hacer con el nuevo ordo una misa virando a oriente. Abrazos fraternos
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