Cuando
se narran las vidas de los santos como vidas angelicales, con profusión de
milagros e intervenciones divinas, parece, en un primer momento, que todo lo
tuvieron fácil, más fácil que nosotros, para ser santos. ¡Como si no hubieran
sufrido, como si no hubieran tenido que padecer persecuciones exteriores y
asaltos del demonio! Esas hagiografías son más bien leyendas, dulces coloridos
que distraen.
La
realidad es muy diferente. Los santos, cada santo, fueron expertos en la
ciencia de la cruz. Sus vidas no son líneas rectas, sin tropiezos ni
dificultades, sino que estuvieron siempre marcadas por la cruz de una forma u
otra, y ellos vivieron conscientes de que el Señor les daba a compartir un poco
el peso de su propia cruz. Lo recibieron con paz y serena aceptación.
Los
santos están marcados por la cruz: ése es el camino cristiano para todos que
ellos han recorrido generosamente: “En el mundo real, el único que existe,
nadie se hace fuerte sin un endurecimiento penoso; nadie se ennoblece sin una
cantidad de renuncias hirientes, nadie se convierte en un verdadero artista sin
ser mucho tiempo desconocido y sin llevar, muy probablemente, una vida trágica;
nadie en todo caso se convierte en santo sin participar, a su medida, en la
Cruz” (Balthasar, Nouveaux points de
repère, Commnio-Fayard (sin ciudad), 1980, 196).
Son
los santos quienes entienden bien el misterio de la cruz de Cristo; viven
crucificados con Cristo y se glorían en la cruz de su Salvador. Saben bien que
la cruz es el único camino y han llegado a profundizar en su misterio y
alcance, su dolor y paradoja. “Es cierto para cada uno de nosotros que una
extraña simpatía hacia Cristo paciente invade nuestros ánimos: casi sin darnos
cuenta, una palabra evangélica se realiza en nosotros, y experimentamos su
secreta eficacia: “Cuando sea elevado en la tierra, dijo Jesús (y aludía al
género de muerte que le estaba reservado, esto es, a la cruz), yo los atraeré a
todos hacia Mí” (Jn 12,33; 19,7). ¿De dónde procede esta atracción? Los santos,
los místicos, los teólogos nos podrían decir muchas cosas a este respecto:
sobre la suprema revelación de su amor que Cristo hizo sobre la cruz (cf. Gal
2,20; Ef 5,25), sobre la obra de nuestra salvación, la redención, que se
consumó en la cruz (cf. “O crux, ave spes única”), y así sucesivamente. Nos
contentaremos ahora con fijarnos, como desde fuera, en el aspecto histórico del
misterio de la cruz: Jesús se nos presenta en el estado más completo de su
debilidad, de su derrota humana, de su “no violencia”. Se nos ocurren las
célebres palabras de San Agustín: “Fortitudo Christi te creavit, infirmitas
Christi te recreavit” (In Io. 15,6), el Señor que te ha creado con su poder, te
ha recreado, esto es, te ha redimido, con su debilidad, con su Pasión” (Pablo
VI, Alocución en el Vía Crucis, 4-abril-1969).
Los
santos entendieron la cruz, se sintieron atraídos por ella y la recibieron,
mereciendo compartirla con Cristo.
Para
unos, la cruz fue la enfermedad que los acompañó toda su vida y los limitaba;
para otros, la cruz fue la persecución que sufrieron, incluso de sus mismos
hermanos y miembros de Orden; para otros, las continuas renuncias; para otros,
la cruz fueron trabajos uno tras otro, sin descanso, para realizar su misión;
en otros, la cruz fue el constante asalto del demonio con tentaciones, o
creando enredos y malentendidos; hubo santos en que la cruz fue el silencio
absoluto de Dios, la oración desolada, sin luz ni consuelo alguno, sólo con la
certeza de la fe.
Abrazaron
la cruz y eso les hizo madurar y dar fruto. Realmente, es la cruz la que da la
madurez humana y sobrenatural, y sólo la cruz da fecundidad a la vida y a sus
obras. Parecerá una contradicción, pero es ley inexorable de Cristo: el
sufrimiento, la cruz, da fecundidad. El grano de trigo siempre debe ser
enterrado y pudrirse para que brote la espiga. “También el sufrimiento, en el
seguimiento de Cristo, puede tener parte en esta fecundidad. El sufrimiento,
entendido cristianamente, puede ser un tesoro que los sufrientes no colocan
sobre todo para sí en el cielo, sino que lo donan a sus compañeros de camino;
estas personas son quizás las más ricas entre los miembros de Cristo”
(Balthasar, Incontrare Cristo, Casale
Monferrato 1992, 88).
Grandioso
gesto de caridad en los santos fue ofrecer sus sufrimientos. Enriquecían así la
comunión de los santos entregando lo suyo para bien de otras almas. Su dolor
daba fecundidad a la vida de otros. “En la medida en que la tristeza o la
prueba son cristianamente una participación en Cristo, deben ellas mismas ser
transmitidas a otros: la experiencia adquirida del sufrimiento no es privada,
debe ser apreciada en la comunión de los santos tanto lo que hace posible otro
sufrimiento cristiano como consolación en el sentido de este sufrimiento”
(Balthasar, Nouveaux points de repère,
236).
Todos
los santos entendieron, y vivieron así, que la cruz forma parte ineludible del
seguimiento de Cristo: “El seguimiento de Jesús al que son llamados aquellos
que él elige no es primeramente un seguimiento en el “más allá” sino, como dice
él explícitamente, un seguimiento en la cruz, que para nosotros es una realidad
muy concreta y terrena… La obra de redención de Cristo es suficiente y perfecta
para todos, pero por gracia él deja que haya un espacio de colaboración para
los suyos” (Balthasar, Incontrare Cristo,
146-147).
Ellos
entendieron bien el misterio de la cruz y del sufrimiento; ahora se constituyen
en buenos maestros y sabios consejeros para quienes estamos llamados a vivir en
santidad por el bautismo y tomar la cruz siguiendo al Señor.
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