jueves, 3 de octubre de 2019

Liturgia, belleza y arte (I)



            Es indudable que a lo largo de los siglos, desde su mismo origen, la liturgia ha sido el gran “lugar de la belleza”, donde se han dado cita las diversas artes, tan variadas, para el culto divino.

            Pero esta relación tan natural entre la liturgia y la belleza, parece haberse diluido un tanto por causas distintas; recuperarla puede ser una tarea feliz y apasionante, en la medida en que comprendemos cuán necesaria es la belleza y en la medida en que penetremos en la naturaleza auténtica de la liturgia.



1. La belleza expresa el Misterio de Dios

            Un atributo divino de gran alcance es la belleza, la hermosura. Coincide con el ser de Dios, nada en él existe de fealdad, porque ésta es lo defectuoso, lo que roza la mentira, la falsedad, en última instancia, la fealdad es atributo del pecado que siempre lo deforma todo.

            Dios es la suma e infinita belleza, porque es Verdad y es Amor. Un salmo, el 44, que la Iglesia le canta a Cristo mismo, afirma: “Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia”; otro salmo, el 110, cantará de Dios: “esplendor y belleza son su obra”. El mismo libro del Génesis, en el relato de la creación que leemos en la santa Vigilia pascual, cuando afirma “vio Dios todo lo que había hecho y era bueno”, podría igualmente traducirse por “vio Dios todo lo que había hecho y era hermoso”, porque la misma palabra griega “kalós” significa, curiosamente, “bueno” y “bello”.

            Todo lo que es bello proviene de Dios, expresa el Misterio de Dios, hiere con el fulgor de Dios, rompe la vaciedad del mundo elevándonos a la trascendencia, remitiéndonos a Dios.


           Es de obligada referencia la palabra y el testimonio vital de san Agustín, un hombre sensible, de corazón grande, buscador, con fina percepción para la belleza:

“¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre las hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz” (Conf., X,27).

            Herido por la belleza de Dios, todo lo bello –siempre bueno, verdadero-, eleva a Dios, trasciende lo material: un canto o una sinfonía, un cuadro o una escultura, una iglesia o un paisaje, un acto de bondad y misericordia o un gesto de afecto… Es belleza y remite a la Belleza suprema. “La belleza auténtica, en cambio, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el Otro, hacia el más allá. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario” (Benedicto XVI, Disc. a los artistas, 21-noviembre-2009).


           Al mismo tiempo, toda obra de arte, todo lo bello, plasma lo invisible, lo divino; es una “epifanía” del Misterio de Dios, una manifestación mediante algo sensible que toca el corazón del hombre. Por ser vehículo de manifestación de la Gloria y Belleza de Dios, la Iglesia cultivó las artes. Decía Pablo VI en un discurso a los artistas: “"Os necesitamos. Nuestro ministerio necesita vuestra colaboración. Porque, como sabéis, nuestro ministerio es predicar y hacer accesible y comprensible, más aún, conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación... vosotros sois maestros. Es vuestro oficio, vuestra misión; y vuestro arte consiste en descubrir los tesoros del cielo del espíritu y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad" (Disc. 7-mayo-1964).

            El hombre –no lo olvidemos- tiene sed de belleza auténtica aunque en ocasiones apague a ratos esa sed con sucedáneos de cualquier tipo y de escaso valor. La belleza –y su expresión artística- humaniza al hombre elevándolo, le hace palpar el Misterio de Dios.

            Benedicto XVI, un maestro en este tema de la belleza, dijo:


“Una función esencial de la verdadera belleza, que ya puso de relieve Platón, consiste en dar al hombre una saludable "sacudida", que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo "despierta" y le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e impulsándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoievski que voy a citar es sin duda atrevida y paradójica, pero invita a reflexionar: "La humanidad puede vivir —dice— sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí". En la misma línea dice el pintor Georges Braque: "El arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia tranquiliza". La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia” (Disc. a los artistas, 21-noviembre-2009).



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