miércoles, 9 de octubre de 2019

Santidad y cruz (Palabras sobre la santidad - LXXVI)



A distancia de años, e incluso de siglos, se cae en una impresión falsa y superficial sobre los santos. Los miramos tan de lejos y se tiene una imagen tan idílica de la santidad, que parece que vivieron siempre entre ángeles, con una vida más fácil, sencilla y gozosa que la nuestra y que por eso son santos, mientras que nosotros lo tenemos sumamente difícil y ni vemos ni oímos ángeles, ni palpamos el Misterio como ellos.



Se crea una ficción imaginaria sobre los santos, como si todo les resultase agradable y rápido, sin luchas ni debilidades ni tentaciones porque ya eran santos desde la cuna… y lo contrastamos con nuestra realidad humana, cristiana, de cada día, y nos parece imposible que alcancemos nosotros la santidad alguna vez. ¡Son demasiados frentes los que tenemos abiertos, demasiadas tentaciones, debilidades y pecados! ¡Son muchas las luchas que arrastramos, el estrés del trabajo y ritmo de vida, el ambiente secularizado, las persecuciones abiertas o solapadas contra el catolicismo y la fe! Entonces desistimos de la santidad y nos conformamos con los mínimos de la vida cristiana, con un poco de bondad y amor para aquellos que son buenos o que nos quieren. Pero, entonces, ¿qué mérito tenemos (cf. Mt 5,46)?

Una mala lectura de los santos, una ficción de nuestra imaginación, más las leyendas hagiográficas de tiempos ya muy remotos, han sido los presupuestos para desalentarnos y apartarnos del camino de la santidad.

Sin embargo, si se sabe leer bien, las vidas de los santos, de todos ellos sin excepción, nos hacen descubrir que ellos son verdaderos conocedores del misterio de la Cruz de Jesucristo, que esa Cruz no les fue ahorrada sino que se puso sobre sus hombros, y que no les fue nada fácil vivir en santidad como ahora creemos y soñamos.


El santo es quien mejor conoce el valor y el peso del sacrificio de Cristo y las dimensiones de la Cruz, porque de ese sacrificio participaron (cf. Col 1,24) y en el día a día cargaron realmente con la cruz siguiendo a Jesucristo. Se pudiera decir –metafórica, alegóricamente- que el beso a la cruz de la liturgia del Viernes Santo no era tanto un beso ritual como fue para ellos un sello, una alianza, una promesa, y que sabían muy bien lo que hacían al besar la cruz.

Pasaron por purificaciones interiores, desolación, oscuridad y en muchas ocasiones iban a tientas, sin sentir a Dios ni ver a Dios, sólo movidos por una gran fe. La oración se les hacía pesada: estaban ante Dios pero no recibían nada sensible de Él, como si estuvieran perdiendo el tiempo; ni una luz, ni un consuelo, ni un sentimiento, ni una palabra. ¿Estaba Dios con ellos? ¡Sí!, pero en la tiniebla. Y los santos sufrieron y perseveraron en esa oscuridad y desolación. “La vida de los santos nos documenta sobre estos fenómenos de purificación espiritual y de ascensión fatigosa en el camino de la santidad” (Pablo VI, Audiencia general, 1-agosto-1973).

Por otra parte, experimentaron decepciones humanas, fracasos e incomprensiones, así como también algunos de ellos la “persecución de los buenos”, de otros católicos, de miembros de su misma Orden o Instituto, que carentes de discernimiento y guiados por una falsa prudencia humana, entorpecieron la vida y la misión del santo e incluso intentaron derribarlo. Fueron atacados por miembros de la misma Iglesia.

Además hay que sumar los trabajos, grandes, por realizar la misión que Dios les confiaba así como los padecimientos y enfermedades… Sabían, y muy bien, lo que era cargar con la cruz y así señalan para nosotros la forma correcta, cierta, de vivir la santidad abrazados a la cruz, cargando con ella: “Recordémoslo en una de las vicisitudes, desgraciadamente comunes e inevitables, de nuestra vida temporal; cuando el sufrimiento nos prueba y nos consume, éste puede asociarse al sufrimiento de la cruz y adquirir su valor; no maldigamos el dolor; no lo privemos del valor moral y espiritual que dicho dolor, unido al de Cristo, puede revestir” (Pablo VI, Alocuc. en el Viacrucis del Coliseo, 29-marzo-1975).

La cruz, de una u otra forma manifestada, revela la verdad del seguimiento del Señor y es la marca de Cristo para sus elegidos. Los santos supieron bien lo que es la cruz y sus consecuencias; conocieron la adversidad interior y exterior, dificultades de todo género, la heroica lucha por la fidelidad al encargo de Dios. No se asustaron, no rehusaron, no rechazaron el encargo. Caminaron según quería el Señor: hombres cabales y bien curtidos en mil combates y dolores, trabajos y sacrificios, dificultades y persecuciones. Así se comprueba una vez más y con otra perspectiva cómo la Iglesia, la santidad y la cruz forman una realidad única, entrelazada, inseparable: no existe la Iglesia sin la cruz y sin santidad, como no existe santidad en la Iglesia sin la huella y el peso de la cruz.

            “El dolor, o digamos la palabra que lo resume y lo transfigura, la cruz, se compenetra con el oficio apostólico; es decir, con la edificación de la Iglesia. No se puede ser apóstol sin llevar la cruz. Y si hoy el honor y el deber del apostolado son ofrecidos a todos los cristianos indistintamente, porque la vida cristiana se revela con nueva claridad tal como es y debe ser, efusiva del tesoro de verdad y de gracia del que ella es portadora, es señal de que la hora de la Cruz ha llegado para todo el Pueblo de Dios, todos debemos ser apóstoles, todos debemos llevar la cruz (cf. Jn 12,14ss). Para construir la Iglesia es necesario fatigarse, es necesario sufrir.

            Esta construcción echa por tierra ciertas concepciones equivocadas de la vida cristiana, cuando ésta es presentada bajo el aspecto de la facilidad, mejor dicho de la comodidad y del interés temporal y personal, mientras que debe llevar siempre impresa sobre su propio rostro la señal de la cruz. La señal del sacrificio tolerado, mejor dicho, realizado por amor; por amor de Cristo y de Dios, y por amor del prójimo, ya esté próximo o lejano.

            No es ésta una visión pesimista del cristianismo; es una visión realista, especialmente en orden a su edificación, a su consolidación como Iglesia. La Iglesia debe ser un pueblo de fuertes, un pueblo de testigos valientes, un pueblo que sabe sufrir por la propia fe y por su difusión en el mundo. En silencio, gratuitamente, y siempre por amor…

            Con la virtud, la fortaleza, el dolor, la paciencia, el sacrificio y la cruz se construye con Él y por Él, la Iglesia de Cristo” (Pablo VI, Audiencia general, 1-septiembre-1976).

            Esto es lo que vivieron los santos y aprendieron por su propia experiencia. No, no les fue más fácil ser santos, no tuvieron mejores condiciones personales o eclesiales o ambientales que nosotros. Pero se abrazaron a la Cruz, caminaron y alcanzaron la meta.


No hay comentarios:

Publicar un comentario