viernes, 25 de octubre de 2019

En vez de solidaridad humana, un gran amor a Cristo (Palabras sobre la santidad - LXXVII)



Arrebatados, poseídos, llenos de un gran amor a Cristo: ¡así vivieron todos los santos!; tuvieron este amor como lo más precioso, más auténtico, más necesario, y se entregaron al amor de Jesucristo sin oponer resistencias. Cada minuto de su vida fue para Cristo, cada pensamiento volaba hacia Cristo, en cada acción buena por el prójimo estaban sirviendo con amor a Cristo.



Hicieron de sus vidas un obsequio a Cristo; oraron cada vez más por tratar de amistad con Cristo; callaron e hicieron silencio interior para escuchar bien, contemplativamente, la voz y la palabra de su amado Jesucristo. Cada sacrificio, cada penitencia, cada mortificación, cada ejercicio de las virtudes cristianas, cada trabajo, era una ofrenda de amor a Cristo. Sus corazones estaban puestos en Cristo, sus vidas eran Cristo (cf. Flp 1,21), lo único que deseaban era estar con Cristo. ¡El amor a Cristo era su consistencia, su fundamento!

De este modo, pues, hemos de entender la santidad: el amor a Cristo y la entrega incondicional a Él. “¿Qué es la santidad? Es perfección humana, amor elevado a su nivel más alto en Cristo, en Dios” (Pablo VI, Hom. en la canonización de S. Juan Nepomuceno Neumann, 19-junio-1977).

Los santos cultivaron con finura su amor a Cristo (¡sabiendo siempre que es Él quien nos amó primero!): la liturgia y los sacramentos centraban sus vidas, participando en ellos con fervor y devoción, nunca fría o rutinariamente, nunca como ceremonias ajenas a ellos, modificables a su gusto o capricho. Muy especialmente la Eucaristía celebrada y el Sagrario, así como la exposición del Santísimo, fueron su refugio: vivían de la Eucaristía, ponían su corazón en el Sagrario, ante el Sagrario se empapaban de Cristo y allí conversaban con Él, les exponían sus trabajos, preocupaciones, afanes apostólicos, intercesión y súplicas por los demás. ¡Qué sería de los santos sin la Santa Misa y sin el Sagrario! ¡Cómo los vivían! Como los ciervos buscando las fuentes de agua (cf. Sal 41), así los santos saciaban la sed de su alma en el Sagrario. Allí amaban a Cristo, crecían en el amor a Él y se dejaban amar y transformar por Él.


De la fuente del amor de Cristo bebían para luego amar y servir a Cristo en sus prójimos, en los hermanos. Un ejemplo concreto: la Beata Teresa de Calcuta y sus hijas Misioneras de la Caridad, antes de servir a los más pobres de los pobres, dedican una hora diaria a la adoración eucarística. Los santos comunicaban el amor que ellos habían recibido y sus rostros -¡todo su ser!- transmitían el reflejo diáfano, peculiar, inconfundible, de quien está enamorado. No sustituyeron a Cristo por el prójimo o la sociedad olvidándose del Señor; no apartaron a Cristo para decidirse a ser solidarios activistas ni pospusieron a Cristo tras múltiples empresas filantrópicas; no se olvidaron de Cristo para erigir en su lugar un altar a los dioses modernos (solidaridad, valores, justicia, transformación social, etc.).

¡Cristo lo fue todo para ellos!, y gozaron de tal relación de amor con Jesucristo que pudieron entregar su vida sirviendo a los hermanos, ¡por puro amor de Jesucristo! Y es que el puesto que ocupa Cristo en sus corazones jamás nada ni nadie lo podrían ocupar.


            “Cada vida transcurrida en la entrega heroica, es un misterio del amor de Dios, aceptado en la más íntima correspondencia personal a ese amor. Es un poema evangélico entretejido de sublimes intercambios” (Pablo VI, Hom. en la beatificación de María Rosa Molas y Vallvé, 8-mayo-1977).


Precisamente por la fuerza que tenía en sus almas el amor a Cristo no podían soportar la falta de amor a Cristo en el mundo, la falta de delicadeza de muchos con el Señor, la indiferencia o frialdad ante la Eucaristía y el Sagrario, la mediocridad y tibieza. ¡Cuánto sufrían viendo eso! Recordemos a san Francisco de Asís, llorando, gritando a grandes voces como relatan sus biografías: “¡El Amor no es amado! ¡El Amor no es amado!”, porque S. Francisco es un profundo enamorado de Cristo (no es el ecologista, de corte panteísta, que algunos difunden).

Querían los santos que todos amasen a Cristo, querían conducir almas a Cristo, querían que reinara el amor de Cristo. ¿Otro fin, otro objetivo? ¡Imposible!, porque los santos estaban tan enamorados del Señor que buscaban que todos los demás lo estuviesen igualmente.

Encontraban insípido todo lenguaje, discurso o exhortación en que no estuviese Jesucristo; les aburría todo aquello que pusiese a Cristo en segundo lugar. Confesaba S. Bernardo su experiencia: “Todo alimento es desabrido si no se condimenta con este aceite [Jesús]; insípido, si no se sazona con esta sal. Lo que escribas me sabrá a nada, si no encuentro el nombre de Jesús. Si en tus controversias y disertaciones no resuena el nombre de Jesús, nada me dicen. Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, júbilo en el corazón” (In Cant., Serm. 15,6).

Se entregaron por completo al amor de Cristo y no quedaron defraudados. Fuera del amor de Cristo, nada podría ya llenar sus corazones. Así de fecunda y plena es la vida de los santos.

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