sábado, 17 de agosto de 2019

Renovar y no arrasar (Palabras sobre la santidad - LXXIII)



Cada generación en la historia de la Iglesia ha sido fecunda mediante sus santos. Y cada generación ha aportado sus santos para la renovación verdadera de la Iglesia.

Éste es un capítulo y proceso apasionantes cuando se mira, se analiza, se estudia bien y en profundidad.


Los santos, por su vida misma, han sido una gracia de Dios para la Iglesia en su peregrinar; han mostrado la vitalidad de la Iglesia misma, capaz de engendrar santos en cada época, y con ellos, renovación, fuerza, impulso. Son un grito que despierta la conciencia aletargada; son un espejo en el que reflejarse; son una presencia, tal vez muda, pero siempre interpelante, que a nadie deja indiferente y que desencadenan un proceso: el deseo en quienes los rodean de entregarse muy de veras al Señor.

De ese modo, que se pudiera calificar de “concéntrico”, como una piedra lanzada a un lago, un santo ha renovado en su pequeño ámbito a la Iglesia, porque un santo siempre suscita santidad en los demás.

Algunos santos recibieron, además, un encargo del Señor específico y concreto, de mayor alcance: fueron fundadores de una nueva familia eclesial o fueron reformadores de la vida de la Iglesia, de sus organismos o instituciones. Lo fueron porque, a pesar suyo, recibieron esa misión del Señor y la Iglesia hizo el discernimiento correspondiente al que siempre se sometieron humilde, obediente, dócilmente.


Como no era un proyecto personal o caprichoso, una idea pretendidamente original y superior, se sometieron y aguardaron el discernimiento de la Iglesia sobre su misión: en algunos casos fue un discernimiento rápido, en otros lento, laborioso, con mil obstáculos que al santo le hicieron madurar y vivir en pura fe.

La renovación de los santos posee unas notas comunes en todos ellos que marcan un camino permanente. Toda renovación o reforma incluye primero la renovación interior de la propia persona, su conversión; no acusan a los demás sino que se acusan a sí mismos; no exigen nada que ellos antes no se hayan exigido. Para todos ellos la renovación de la Iglesia comenzaba por la renovación de sí mismos, entregados a Cristo por completo:

            “Ahora bien, una renovación personal, ¿a qué se refiere principalmente? Se refiere a una reeducación de sí. Y ¿cuál es? Una reforma de la propia psicología, tanto sentimental como moral, de suerte que pueda imprimir a los propios instintos, a los propios sentimientos, a los propios actos, un orden, una armonía, un dominio, un autogobierno, a fin de que la propia vida vivida adquiera un carácter humano y cristiano de perfección en la tendencia al menos, que le confiera un aspecto de belleza, de fortaleza, de pureza. Repitamos una vez más la frase de San León Magno: “Dignidad”; “agnosce, christianae, dignitatem tuam”, ¡reconoce, oh cristiano, tu dignidad! No es orgullo, no es énfasis retórico; no es utopía; es la realidad ideal de la pedagogía cristiana. Es un verdadero elemento de la perfección, de la santidad” (Pablo VI, Audiencia general, 29-enero-1975).

            Una segunda nota de toda renovación emprendida por los santos es que brota del diálogo y del encargo del Señor. La raíz y origen están en Dios, y ellos han obedecido. No se les ha ocurrido ningún proyecto en un despacho, o cómodamente sentados, o con un estudio sociológico, o un análisis de las demandas populares pidiendo “modernizar la Iglesia”. Todo nace del silencio de la plegaria y de la escucha del Señor, porque la iniciativa proviene de Dios mismo.

            La tercera nota común es que todos los santos amaron profundamente a la Iglesia, se sintieron hijos de la Iglesia y ni se les ocurrió atacar a la Iglesia, o despreciarla, o criticarla burlonamente. Si tuvieron que denunciar errores y pecados, lo hicieron por un mayor amor a la Iglesia y jamás con superioridad sino con dolor de corazón.

            La cuarta nota es que la renovación que hicieron los santos de todas las épocas es que no buscaron crear una nueva Iglesia o una Iglesia de perfectos y puros, ni tampoco una Iglesia mundanizada, “adaptada” acríticamente a los postulados del mundo. Ese tipo de inventos ya los conocemos en la historia: gnosticismo, donatismo, jansenismo, etc…, y lo realizaron cismáticos y herejes, pero no santos. Éstos renuevan y reforman llenándolo todo de vida, fervor, apostolado, misión y contemplación; tal vez puedan quitar adherencias externas que con el paso del tiempo pueden estorbar más que ayudar, pero sobre todo buscan suscitar vidas verdaderamente cristianas.

            ¿Arrasar? ¿Acabar con la Iglesia que conocieron para fabricar una nueva más conforme a su propio gusto o criterio? ¡No se les pasaría por la cabeza! ¿Destruir para empezar desde cero?, ¿descalificar a todos como “religiosos naturales”?, ¿imponer su propio camino, Instituto, Congregación, a todos como lo único cristiano, lo único verdadero? No encontraríamos ni un solo caso así entre los santos de la Iglesia.

            Renovar –para los santos- nunca fue destruir, ni arrasar. Embellecieron la Iglesia, la rejuvenecieron, contribuyeron a su vida, y todos coincidieron en lo mismo: fidelidad a la Iglesia, fidelidad a los orígenes y a la Tradición:

            “Tenemos necesidad de ir y de volver a ir desde el principio a la escuela del Evangelio, para aprender cómo hablaba Jesús en su catequesis inmortal que todavía hoy atrae y conmueve; tenemos necesidad de ir a la escuela de Pablo, de los apologistas, de los Padres de la Iglesia, de los grandes teólogos del pasado, que han dicho la palabra justa del momento, para aprender también nosotros a decir la palabra que nos ha sido confiada” (Pablo VI, Disc. a los obispos el curso “aggiornamento” teológico, 14-noviembre-1975).

            ¿Qué necesitamos hoy? ¿Más reuniones, Consejos, organismos, programas pastorales revisables? ¿Más consultas y encuestas, más foros de opinión?
¡Si es más sencillo! Necesitamos santos, más santos. “En nuestra época hay muchos sabios. Pero hay pocos santos y éstos son los que el mundo necesita. No son las palabras, ni estas o aquellas estructuras, ni las críticas acerbas las que capacitan a la Iglesia para salvar al hombre, sino la sola y exclusiva santidad, esto es, la desnuda y perpetua adhesión de la voluntad humana a la voluntad divina” (Pablo VI, Disc. a la Cong. General de la Compañía de Jesús, 12-octubre-1974).




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