lunes, 26 de agosto de 2019

La penitencia sacramental es reparación

Los sacramentos nos aplican los méritos redentores de Cristo; son los sacramentos los cauces por los que Cristo sigue redimiendo y santificando, derramando su gracia redentora.

Los sacramentos son fruto de la reparación de Cristo, de la obra inmensa de la redención.




Muy especialmente podemos fijarnos en el sacramento de la Penitencia. Ahí, de manera tremendamente personal, el penitente es asociado a la reparación de Cristo: es perdonado y, a su vez, debe reparar con Cristo. Ese es uno de los valores de la satisfacción sacramental, de la penitencia que el sacerdote impone al penitente.



La penitencia que se nos impone en el sacramento de la Reconciliación es, en primer lugar, modo de expiar nuestros pecados por medio de nuestras prácticas penitenciales diciéndole al Señor que, si bien antes me he separado de él por el pecado, ahora le muestro mi amor mediante obras concretas; y eso ya es reparación por los propios pecados; en segundo lugar, la penitencia ejerce una función medicinal y debe ser apropiada al penitente para curar las heridas del pecado, extirpar sus raíces y fortalecer el entendimiento y la voluntad en un mayor amor a Dios, debilitado y roto por el pecado. Atendamos a la doctrina de la Iglesia, en primer lugar del Catecismo:



Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe «satisfacer» de manera apropiada o «expiar» sus pecados. Esta satisfacción se llama también «penitencia».

La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Unico, expió nuestros pecados una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, «ya que sufrimos con él» (Rm 8, 17).

 Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda «del que nos fortalece, lo podemos todo» (Flp 4, 13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda «nuestra gloria» está en Cristo... en quien nos satisfacemos «dando frutos dignos de penitencia» (Lc 3, 8) que reciben su fuerza de Él, por Él son ofrecidos al Padre y gracias a Él son aceptados por el Padre (Catecismo, ns. 1459-60).


E igualmente, la exhortación post-sinodal de Juan Pablo II, Reconciliación y Penitencia, matiza sobre la satisfacción, la penitencia sacramental y la reparación:


«La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos Países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia. ¿Cuál es el significado de esta satisfacción que se hace, o de esta penitencia que se cumple? No es ciertamente el precio que se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido; porque ningún precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima Sangre de Cristo. Las obras de satisfacción -que, aun conservando un carácter de sencillez y humildad, deberían ser más expresivas de lo que significan- quieren decir cosas importantes: son el signo del compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios, en el Sacramento, de comenzar una existencia nueva (y por ello no deberían reducirse solamente a algunas fórmulas a recitar, sino que deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación); incluyen la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón; recuerdan que también después de la absolución queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción» (Reconciliatio et paenitentia 31 l).



El penitente, por sus pecados, en reparación y como medicina cumplirá la penitencia impuesta en el Sacramento e incluso buscará algún modo personal de reparar; los sacerdotes, por amor a sus fieles, buscarán también el modo de reparar por sus penitentes (ofreciendo una Misa, rezando por ellos, la limosna, alguna penitencia o mortificación, ofrecimiento de algo que le cueste). La sabiduría sacerdotal del Cura de Ars, con una teología existencial de la confesión, explicaba: “He aquí mi receta: les impongo [a los penitentes que se confesaban con él] una pequeña penitencia y lo que falta lo hago yo por ellos[1].

Una pequeña disgresión sobre el sacerdocio en relación con la reparación, siguiendo el pensamiento de Von Balthasar:

Ningún sacerdote puede decir jamás que él ya ha hecho bastante; en el comparativo público en que le coloca su función encuentra él el ethos de la vida de los consejos, y cuanto más de sus substancia entrega él al servicio, tanto más de ello se empleará para la fertilidad de su servicio. En cada sermón, en cada administración de los sacramentos tiene derecho a repartir y regalar no sólo el Señor y su Espíritu, sino, dentro de ese Espíritu, también a sí mismo. Él no es desperdiciado en vano. Cada uno de sus sacrificios ocultos es incluido en la fertilidad divina a la que él sirve. Tanto si su servicio es exitoso como si no, él tiene la certeza de que todo es empleado. A la absolutez en la que él está colocado a causa de su función y que él no puede incrementar ni reducir se suma la relatividad de su disposición... Sin duda, el buen sacerdote comunica más gracia que el malo; no sólo porque éste suscita escándalo y aparta del camino de la salvación a los fieles, sino porque, desde el punto de vista ontológico, al sacerdote agraciado se dona más gracia para repartir que al que no está en gracia[2].


[1] TROCHU, Francis, El cura de Ars, Madrid, Palabra, 1999 (10ª), pág. 355.

[2] Estados de vida del cristiano, Madrid, Encuentro, 1994, págs. 206-207.

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