Un
santo es un fenómeno fascinante. Convergen en él tantas dimensiones que un
análisis superficial no bastaría, o una mirada unidireccional… No se terminaría
de comprender. El santo resume en sí muchas dimensiones, muchos aspectos distintos.
Un
santo es diáfano, es transparente, es luz. Su ser y su obrar no ocultan nada,
ni hay segundas intenciones o torcidas maquinaciones. Se le ve puro, sencillo,
transparente, es luz. Su presencia, su gesto, su palabra, ya iluminan.
Despierta confianza y serenidad, no provoca prevención ni inseguridad ni alarma
(eso sólo lo despiertan los hijos de las tinieblas, taimados, agazapados, nunca
claros sino rebuscados). Un santo así es
como un astro en el cielo, brilla, ilumina… hay algo irresistible que dimana de
su interior.
El
santo comprende al hombre. Hombre también, experimenta tentaciones y luchas muy
duras, sabe de silencios y oscuridades, de sequedades, y asimismo de
fragilidades y pecado porque él mismo ha caído. Esto le da una gran capacidad
de comprensión del hombre, de la naturaleza humana: “ha participado de nuestras
mismas tribulaciones y se halla por tanto en grado de comprender la grandeza y
la miseria de nuestra condición humana” (Pablo VI, Hom. en la beatificación de
2 siervos de Dios, 30-octubre-1977). Incluso Dios ha permitido que el santo
pase por muchas dificultades y tropiezas para que luego sea capaz de
comprender, acoger, sanar y orientar a otros. No es rígido, no es inflexible,
no es inmisericorde, no es duro: quien obra así está lejos de la santidad y no
ha comprendido el frágil misterio de lo humano. El santo sí, por eso su mirada
a lo humano es distinta, y pone su capacidad entera para comprender, consolar y
confortar. La empatía es cualidad muy propia del santo.
Como
el santo deja obrar a la gracia en él sin ponerle obstáculos ni impedimentos,
la gracia desarrolla y perfecciona lo auténticamente humano que hay en él: sus
potencialidades, sus cualidades, sus virtudes. Dios no les quita nada, ni los
deshumaniza, por el contrario, es Dios con su gracia quien hace que el santo
madure, se desarrolle por completo. Así encontramos tipos humanos
excepcionales, personalidades bien definidas y desarrolladas. La riqueza humana
del santo es muy grande. “La santidad no puede suprimir las cualidades humanas,
la formación permanente y todas las técnicas apostólicas, pero las trascienden;
la santidad sigue siendo la mediación más corta y más asombrosa para llevar al
encuentro con Dios” (Pablo VI, Disc. a los obispos franceses de la región del
Este en visita ad limina, 5-diciembre-1977).
Ocupan
un lugar de honor en la Iglesia porque son imágenes muy acabadas, muy logradas,
de Jesucristo. Son demostraciones palpables, auténticas epifanías, de cómo la
gracia de Dios crea hombres nuevos. Su presencia deja huellas. Su obrar es
recordado. Su atracción es permanente. Son referencias claras del poder
transformador de Cristo y su Evangelio en el hombre concreto. Ellos concretan
en su vida cómo la Iglesia es realmente santa y santificadora de sus hijos:
“Como confirmación visible de la nota esencial constitutiva de la Iglesia que
es la santidad, las figuras de hombres y mujeres… como dechados generosos y
heroicos de una humanidad benéfica y arrebatadora, formada en la escuela del
Evangelio de Cristo… Son figuras humildes y grandes, que han saltado al primer
plano de la atención universal, con el relieve extraordinario de su vida,
consagrada por entero a la gloria de Dios y a la elevación de las almas, y que
han dejado una huella viva aún e imborrable” (Pablo VI, Disc. a la Curia
romana, 27-diciembre-1977).
Llaman
la atención y destacan los santos por ser hombres verdaderos, hombres plenos,
hombres completos. La antropología teológica encuentra en ellos los mejores
tratados no escritos, sino vivos. “Toda la doctrina sobre la perfección de la
vida religiosa, el llamamiento a la santidad que nace de la misma vocación
cristiana, la afirmación de los valores, no sólo de la esfera sobrenatural de
la gracia, sino también del orden y de la actividad temporal, que el Concilio
ha repetido en sus documentos, nos ayudan a creer que el seguidor de Cristo
puede y debe tener también hoy su propia grandeza moral, heredada, ciertamente,
pero viva y que debe ser recordada, de la cual, si él no tiene siempre la más
alta prerrogativa, por desgracia, en su vida práctica, tiene, sin embargo, su
secreto, la fórmula justa en el campo doctrinal. El cristiano que lo es de
verdad es el hombre verdadero, es el hombre que se realiza plena y libremente a
sí mismo; y todo ello inspirándose en un modelo de infinita perfección y de
insuperable humanidad: Cristo, nuestro Señor, imitable en algunas formas
necesarias, las exigidas por la fe y por la gracia, y muchas otras, sugeridas
por su propio carácter de cristiano y por su consciente elección (cf. Sto.
Tomás, I-II, 109, 1)” (Pablo VI, Audiencia general, 17-julio-1968).
Merecen,
así pues, ser estudiados y valorados como sinceros compendios de antropología
teológica, como el resultado de la capacidad transformadora de la gracia en el
hombre y ejemplos de lo humano elevado y transfigurado por Cristo. ¡Hasta estas
alturas puede llegar el hombre creado y redimido!
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