martes, 14 de abril de 2020

La Pascua y la ofrenda de los contemplativos



La vida de cada monje, de cada monja, está en el centro del Misterio; se sitúa en el corazón de la Iglesia, en intimidad de amor nupcial con Cristo: 






“La contemplación monástica representa nada menos que el corazón palpitante de la Iglesia; no es propiamente un órgano particular, sino la energía central, que lleva la sangre de la vida total, sangre que da y conserva la vida, a todos los miembros particulares que se especializan por razón de su misión propia”[1]


Los contemplativos ofrecen sus vidas por bien de la Iglesia; la existencia de la monja tiene sentido cuando es ofrecida con amor reparador, amor de entrega, amor sacrificado, por la Iglesia, y todo lo que hace lo hace por la Iglesia, y todo lo ofrece en reparación por la Iglesia, en reparación por el pecado de los miembros de la Iglesia, en ofrecimiento sacrificial por la extensión del Reino, por la fecundidad apostólica de la predicación, de la evangelización; lo ofrece todo por la conversión de los pecadores, a favor de los débiles, los atribulados, los que son tentados.

La reparación de las consagradas contemplativas, vírgenes de Jesucristo, es eclesial, profundamente eclesial, por el bien de la Iglesia. De ese modo, además, el mundo entero entra en la clausura, pues debe encontrar un lugar en el corazón de cada comunidad monástica, que participa y se interesa y se ofrece por la salvación del mundo. 

La clausura no es aislarse egoístamente del mundo; es signo de una mayor unión y consagración por la salud del mundo; si en algún momento, la actitud espiritual de las monjas fuese de aislamiento y despreocupación de la Iglesia y del mundo, centrándose, egoístamente, en la propia perfección, mirando sólo lo interno del Monasterio, dedicados a prácticas de piedad personales, faltando la dimensión eclesial, la reparación y el ofrecimiento –como Cristo- por el mundo y en reparación por los pecados de los hombres, la vida monástica (que probablemente esté relajada en su interior, con frialdad espiritual) estará siendo infiel a lo que la Iglesia espera.



            También el mundo está presente en el corazón de vuestra vida de oración y de inmolación, como el Concilio ha explicado vigorosamente: Y nadie piense que los Religiosos, por su consagración, se hagan extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a él, no sea que trabajen en vano quienes la edifican (PABLO VI, Exhortación Evangelica Testificatio, nº 49).


            La reparación de una contemplativa adquiere sentido más pleno, mayor fecundidad, cuando, olvidada de sí, negándose a sí misma como Cristo, vive para los demás, y su amor y su fin es reparar y ofrecerse por la Iglesia y el mundo. De nuevo, el Magisterio de la Iglesia insiste en estos principios espirituales para las contemplativas, en un largo texto de una Instrucción sobre la vida contemplativa:

            Entiéndase, sin embargo, que los monjes y las monjas no han de ser considerados como ajenos al mundo y a la Iglesia, por el hecho de estar separados de los demás hombres; por el contrario están presentes allí de una manera más profunda en las entrañas de Cristo, ya que todos somos una sola cosa en Cristo...
            Y si los hombres contemplativos están como en el corazón del mundo, con mayoría de razón viven dentro del corazón de la Iglesia. Sus oraciones –sobre todo la participación del Sacrificio de Cristo y la celebración del Oficio divino- son la realización del oficio preclarísimo, propio de la Iglesia, en cuanto comunidad de orantes, es decir, la glorificación de Dios. Se trata de la oración, que es el acto del culto, por el que se ofrece al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo eximio sacrificio de alabanza; por el cual, además, los que practican son introducidos en el misterio de aquel inefable coloquio que Cristo nuestro Señor mantiene ininterrumpido con el Padre celestial y en el seno del Padre le presenta su infinito amor. Se trata, finalmente, de la oración, a la cual tiende toda la acción de la Iglesia, como a su fin. Por eso los contemplativos que expresan la vida íntima de la Iglesia son necesarios para alcanzar la plenitud de su presencia.
            Además, acrecen la vida espiritual de la misma Iglesia, vivificando con el fervor de su caridad todo el Cuerpo Místico, impulsando toda clase de iniciativas apostólicas, que nada serían sin la caridad. “En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré amor”: tal fue la exclamación de aquella que, sin haber traspasado nunca los muros de su monasterio, fue proclamada Patrona de las Misiones por el Papa Pío XI. ¿Pues no es Dios quien libró a los hombres de sus pecados por su caridad, manifestada en la oblación del Hijo, llevada hasta la muerte en la Cruz? Luego cuando se penetra en este misterio pascual del amor sumo de Dios y de los hombres, se participa necesariamente en la obra salvadora de la Pasión de Cristo, principio de todo apostolado.
            Finalmente, los religiosos dados únicamente a la contemplación coadyuvan con sus oraciones a la labor misional de la Iglesia, ya que es Dios quien, movido por la oración, envía operarios a su mies, despierta la voluntad de los no-cristianos para oír el Evangelio y fecunda en sus corazones la palabra de salvación. En la soledad, en que oran, no se olvidan en forma alguna de sus hermanos. Por donde, si abandonaron la frecuente relación con ellos, no lo hicieron por propia comodidad, buscando su tranquilidad, sino para hacerse partícipes, de modo más universal, de sus trabajos, de sus dolores, de sus esperanzas (Instrucción Venite Seorsum, nº 3).

Teniendo estos principios claros, asumiéndolos como forma eclesial de vida en la clausura, es como se puede renovar el amor primero de las desviaciones del propio egoísmo en la vida espiritual; y es el modo en que, sabiendo a lo que las contemplativas están llamadas, educar así a las monjas que están en período formativo intenso hasta el momento de su unión esponsal con Cristo en los votos solemnes. 

Un documento sobre la formación de los religiosos, al hablar de la ascesis (educación, mortificación, penitencia), la enmarca en este contexto eclesial de la reparación. ¿Cómo y en qué educar a las novicias y religiosas de votos simples?


            [La ascesis] ocupa un puesto particular en los institutos exclusivamente dedicados a la contemplación; por eso, religiosas y religiosos deberán sobre todo comprender cómo, a pesar de las exigencias de retiro del mundo que les son propias, su consagración religiosa les hace presentes a los hombres y al mundo de una manera más profunda en el corazón de Cristo. Es monje aquel que está separado de todos y unido a todos. Unido a todos porque lleva en su corazón la adoración, la acción de gracias, la alabanza, las angustias y el sufrimiento de los hombres de este tiempo. 
Unido a todos porque Dios le llama a un lugar donde Él revela al hombre sus secretos. 
No solamente presentes en el mundo, sino también en el corazón de la Iglesia, así están los religiosos íntegramente dedicados a la contemplación. La liturgia que celebran realiza una función esencial de la comunidad eclesial. 
La caridad que los anima y que se esfuerzan en perfeccionar, vivifica al mismo tiempo todo el cuerpo místico de Cristo. En este amor ellos tocan la fuente primera de todo lo que existe –“amor fontalis”- y, por este hecho, se encuentran en el corazón del mundo y de la Iglesia. “En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor”. Tal es su vocación y su misión (Congregación para los Institutos de Vida consagrada, Orientaciones sobre la formación en los Institutos religiosos, 1989, nº 80).



[1] VON BALTHASAR, Filosofía, cristianismo, monacato..., Verbum caro, pág. 439.

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