La
vida de cada monje, de cada monja, está en el centro del Misterio; se sitúa en
el corazón de la Iglesia,
en intimidad de amor nupcial con Cristo:
“La contemplación monástica representa nada menos que el corazón palpitante de la Iglesia; no es propiamente un órgano particular, sino la energía central, que lleva la sangre de la vida total, sangre que da y conserva la vida, a todos los miembros particulares que se especializan por razón de su misión propia”[1].
Los contemplativos
ofrecen sus vidas por bien de la
Iglesia; la existencia de la monja tiene sentido cuando es
ofrecida con amor reparador, amor de entrega, amor sacrificado, por la Iglesia, y todo lo que
hace lo hace por la Iglesia,
y todo lo ofrece en reparación por la Iglesia, en reparación por el pecado de los
miembros de la Iglesia,
en ofrecimiento sacrificial por la extensión del Reino, por la fecundidad
apostólica de la predicación, de la evangelización; lo ofrece todo por la
conversión de los pecadores, a favor de los débiles, los atribulados, los que
son tentados.
La reparación de las consagradas contemplativas, vírgenes de
Jesucristo, es eclesial, profundamente eclesial, por el bien de la Iglesia. De ese modo,
además, el mundo entero entra en la clausura, pues debe encontrar un lugar en
el corazón de cada comunidad monástica, que participa y se interesa y se ofrece
por la salvación del mundo.
La clausura no es aislarse egoístamente del mundo;
es signo de una mayor unión y consagración por la salud del mundo; si en algún
momento, la actitud espiritual de las monjas fuese de aislamiento y
despreocupación de la Iglesia
y del mundo, centrándose, egoístamente, en la propia perfección, mirando sólo
lo interno del Monasterio, dedicados a prácticas de piedad personales, faltando
la dimensión eclesial, la reparación y el ofrecimiento –como Cristo- por el
mundo y en reparación por los pecados de los hombres, la vida monástica (que
probablemente esté relajada en su interior, con frialdad espiritual) estará
siendo infiel a lo que la
Iglesia espera.
También el mundo está presente en el corazón de vuestra vida de oración y de inmolación, como el Concilio ha explicado vigorosamente: Y nadie piense que los Religiosos, por su consagración, se hagan extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a él, no sea que trabajen en vano quienes la edifican (PABLO VI, Exhortación Evangelica Testificatio, nº 49).
La reparación de una contemplativa
adquiere sentido más pleno, mayor fecundidad, cuando, olvidada de sí, negándose
a sí misma como Cristo, vive para los demás, y su amor y su fin es reparar y
ofrecerse por la Iglesia
y el mundo. De nuevo, el Magisterio de la Iglesia insiste en estos principios espirituales
para las contemplativas, en un largo texto de una Instrucción sobre la vida
contemplativa:
Entiéndase, sin embargo, que los monjes y las monjas no
han de ser considerados como ajenos al mundo y a la Iglesia, por el hecho de
estar separados de los demás hombres; por el contrario están presentes allí de una manera más profunda en las entrañas de
Cristo, ya que todos somos una sola cosa en Cristo...
Y si los hombres contemplativos están como en el corazón
del mundo, con mayoría de razón viven
dentro del corazón de la
Iglesia. Sus oraciones
–sobre todo la participación del Sacrificio de Cristo y la celebración del
Oficio divino- son la realización del oficio preclarísimo, propio de la Iglesia, en cuanto
comunidad de orantes, es decir, la glorificación de Dios. Se trata de la
oración, que es el acto del culto, por el que se ofrece al Padre por el Hijo en
el Espíritu Santo eximio sacrificio de alabanza; por el cual, además, los que
practican son introducidos en el misterio de aquel inefable coloquio que Cristo
nuestro Señor mantiene ininterrumpido con el Padre celestial y en el seno del
Padre le presenta su infinito amor. Se trata, finalmente, de la oración, a la
cual tiende toda la acción de la
Iglesia, como a su fin. Por eso los contemplativos que
expresan la vida íntima de la
Iglesia son necesarios para alcanzar la plenitud de su
presencia.
Además, acrecen la vida espiritual de la misma Iglesia, vivificando con el fervor de su caridad
todo el Cuerpo Místico, impulsando
toda clase de iniciativas apostólicas, que nada serían sin la caridad.
“En el corazón de la Iglesia,
mi madre, yo seré amor”: tal fue la exclamación de aquella que, sin haber
traspasado nunca los muros de su monasterio, fue proclamada Patrona de las
Misiones por el Papa Pío XI. ¿Pues no es Dios quien libró a los hombres de sus
pecados por su caridad, manifestada en la oblación del Hijo, llevada hasta la
muerte en la Cruz?
Luego cuando se penetra en este misterio pascual del amor sumo de Dios y de los
hombres, se participa necesariamente
en la obra salvadora de la
Pasión de Cristo, principio de todo apostolado.
Finalmente, los religiosos dados únicamente a la
contemplación coadyuvan con sus
oraciones a la labor misional de la
Iglesia, ya que es Dios quien, movido por la oración,
envía operarios a su mies, despierta la voluntad de los no-cristianos para oír
el Evangelio y fecunda en sus corazones la palabra de salvación. En la soledad,
en que oran, no se olvidan en forma alguna de sus hermanos. Por donde, si
abandonaron la frecuente relación con ellos, no lo hicieron por propia
comodidad, buscando su tranquilidad, sino para
hacerse partícipes, de modo más universal, de sus trabajos, de sus dolores, de
sus esperanzas (Instrucción Venite Seorsum, nº 3).
Teniendo
estos principios claros, asumiéndolos como forma eclesial de vida en la
clausura, es como se puede renovar el amor primero de las desviaciones del
propio egoísmo en la vida espiritual; y es el modo en que, sabiendo a lo que
las contemplativas están llamadas, educar así a las monjas que están en período
formativo intenso hasta el momento de su unión esponsal con Cristo en los votos
solemnes.
Un documento sobre la formación de los religiosos, al hablar de la
ascesis (educación, mortificación, penitencia), la enmarca en este contexto
eclesial de la reparación. ¿Cómo y en qué educar a las novicias y religiosas de
votos simples?
[La ascesis] ocupa un puesto
particular en los institutos exclusivamente dedicados a la contemplación; por
eso, religiosas y religiosos deberán sobre todo comprender cómo, a pesar de las
exigencias de retiro del mundo que les son propias, su consagración religiosa
les hace presentes a los hombres y al mundo de una manera más profunda en el
corazón de Cristo. Es monje aquel que está separado de todos y unido a todos.
Unido a todos porque lleva en su corazón la adoración, la acción de gracias, la
alabanza, las angustias y el sufrimiento de los hombres de este tiempo.
Unido a
todos porque Dios le llama a un lugar donde Él revela al hombre sus secretos.
No solamente presentes en el mundo, sino también en el corazón de la Iglesia, así están los
religiosos íntegramente dedicados a la contemplación. La liturgia que celebran
realiza una función esencial de la comunidad eclesial.
La caridad que los anima
y que se esfuerzan en perfeccionar, vivifica al mismo tiempo todo el cuerpo
místico de Cristo. En este amor ellos tocan la fuente primera de todo lo que
existe –“amor fontalis”- y, por este hecho, se encuentran en el corazón del
mundo y de la Iglesia.
“En el corazón de la Iglesia,
mi madre, yo seré el amor”. Tal es su vocación y su misión (Congregación para
los Institutos de Vida consagrada, Orientaciones sobre la formación en los
Institutos religiosos, 1989, nº 80).
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