jueves, 16 de mayo de 2019

El Misterio de la Iglesia



 

No se puede comprender las realidades que nos sobrepasan por medio de nuestra razón; el Misterio envuelve nuestra vida: el Misterio de Dios, el misterio de la perpetua virginidad de María, el misterio de la Iglesia. Son realidades sobrenaturales a las que sólo tenemos acceso por la fe. El Misterio de la Iglesia rebasa nuestra capacidad racional y sólo podemos entenderla desde la fe, meditarla desde la oración, vivir en Ella desde la pureza y santidad de costumbres, amarla con el corazón.
 

         Sí, estamos ante un Misterio, el gran Misterio de la Iglesia:

                                   cuya característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos[1], como nos enseña el Vaticano II.

         Sabemos y reconocemos este misterio de la Iglesia porque Cristo nos lo ha revelado por el Espíritu:

                          ¿Piensas que puedo hablar de lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado? A nosotros nos lo ha revelado Dios por medio del Espíritu. Por consiguiente, las realidades que hay allí arriba no las conocemos por la palabra humana, sino por la revelación del Espíritu Santo. Lo que no puede explicarnos la razón del hombre ha de buscarlo la consideración, suplicarlo la oración, merecerlo nuestro comportamiento y alcanzarlo nuestra pureza[2].

  
       Ciertamente, la Iglesia no ha sido un "invento" de los hombres, una organización humana, una empresa o asociación: ¡es mucho más! ¡Es el Cristo actual! ¡La prolongación histórica de Cristo Resucitado!

         Ante este Misterio, tendremos que olvidarnos de nuestros racionalismos, de nuestras opiniones, de nuestros análisis racionales: en la Iglesia se vive por la fe y desde la fe. Pablo VI, que tanto amó y sufrió por la Iglesia, en su primera encíclica, reflexionaba sobre el Misterio de la Iglesia en estos términos:

                             Bien sabemos que esto es un misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y si nosotros, con la ayuda de Dios, fijamos la mirada del ánimo en este misterio, conseguiremos muchos beneficios espirituales. Y realmente la conciencia del misterio de la Iglesia es un hecho de fe madura y vivida. Produce en el alma el "sentido de la Iglesia" que penetra al cristiano educado en la escuela de la divina palabra, alimentado por la gracia de los sacramentos y por las inefables inspiraciones del Paráclito, ejercitado en la práctica de las virtudes evangélicas, empapado en la cultura y en la conversación de la comunidad eclesial y profundamente alegre de verse revestido del real sacerdocio que es propio del Pueblo de Dios. El misterio de la Iglesia no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido.[3]

         Muchas veces no entendemos la Iglesia, pero es que entonces estamos olvidándonos de que es un Misterio. Rechazamos muchas veces su doctrina y su Magisterio, poniendo nuestras opiniones por encima del Magisterio de la Iglesia. Nos creemos con derecho a exigir dentro de la Iglesia, a hacer lo que queramos, como si la Iglesia fuese una cosa nuestra.

         Hace falta fe. Una fe adulta y madura, una fe sencilla, que nos lleve a vivir la fe de la Iglesia, fieles al Magisterio, bajo el cayado de sus pastores. El misterio de la Iglesia requiere sólo fe, y una adhesión total de mente y corazón a sus enseñanzas, a su misión, a su vida.

         ¿Quién puede discutir el Magisterio de la Iglesia? ¿Quién puede ir por libre en la Iglesia? ¿Quién pondrá sus opiniones como criterio de eclesialidad?

         No. La Iglesia nos supera, es un misterio al que nosotros nos adherimos por nuestro Bautismo con todas sus consecuencias.

         La Virgen María es todo un modelo para nosotros, "modelo de amor sublime y de gran humildad"[4]. Ella supo vivir el Misterio: no se rebeló, no se asustó, no pidió explicaciones. Ella callaba y aguardaba. No descifraba el misterio de la anunciación del ángel; no comprendía la epifanía, con los magos venidos de Oriente; no entendía las profecías de Simeón o de Ana, o que su hijo se quedase tres días en el Templo. Pero Ella, "guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón": "Ella virgen oyente, escucha con gozo tus palabras y las medita en silencio en lo hondo de su corazón"[5].

         Sólo así viviremos el misterio de la Iglesia, adoraremos el Misterio del Cristo actual,  el Cuerpo místico, la Iglesia santa.
 
         Así, con oración y fe, con humildad de corazón, como María, la Virgen oyente y fiel, la Madre de Jesús, la Madre de la Iglesia.

Al dirigirse a Ti, María, sede de la Sabiduría,           
también nuestro rostro puede verse iluminado.          
 Y esto es lo que pedimos.                                    
Queremos comprender a Cristo, tu Hijo, como nuestro Maestro.

Maestro de verdad, Maestro único.                        
Lo que Él nos ha enseñado y la Iglesia,                   
Madre y Maestra, sabiamente nos repite y nos explica, 
debe ser definitivo para nosotros.                           
Debe ser seguro;                                              
y por eso debe ser fundamento de nuestro edificio de pensamiento y de vida.

Queremos aprender a confrontar 
nuestras impresiones y nuestros pensamientos con sus palabras;                
éstas deben ser nuestra luz y nuestro guía.

Hoy oímos en torno a nosotros                             
 la confusión de las lenguas.                                  
La Babel de los cien maestros nos aturde 
y nos induce al escepticismo, nos desalienta.                             
Nos hace creer que es más sabio dudar que afirmar; 
nos vuelve indiferentes a las verdades supremas;        
nos hace capaces de toda utopía y de todo oportunismo.

María, danos el consuelo de la verdad.                    
María, danos la defensa frente al error.                   
María, vuelve limpia nuestra alma,                         
para que podamos comprender;                            
puros nuestros ojos para que podamos ver. 
Danos el don y la alegría de la sabiduría.

Enséñanos a admirar, enséñanos a pensar bien, enséñanos a meditar.


¿Qué llevaremos ante el mundo que nos aguarda?      
 Con tu ayuda, María, llevaremos el amor.                
Escucha, María, nuestra oración,                           
y Tú que nos la pones en el corazón,                      
obtén que sea atendida[6].


    [1] SC Nº 2.
    [2] S. BERNARDO, Tratado sobre la consideración, nº 6.
    [3] PABLO VI, Ecclesiam suam, 1963, nº 16.
    [4] Oración colecta, de la Misa de la Virgen María, imagen y modelo de la Iglesia (II).
    [5] Prefacio de la Misa de la Virgen María, imagen...
    [6] PABLO VI, Del discurso a los jóvenes de la A.C, 13-5-56.

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