jueves, 30 de agosto de 2018

La vida eucarística - IX



            La mayor participación posible en el sacrificio del altar se produce cuando la persona se une en comunión con el Señor, es decir, el fiel cristiano recibe a su Señor en comunión eucarística, debidamente dispuesto, sin pecado. La Iglesia siempre ha privilegiado este momento altamente espiritual de participación, mediante los ritos y oraciones, que expresaban así la fe en la presencia real eucarística.



            La catequesis primitiva de la Iglesia explicaba despacio cómo acercarse a comulgar.


            “Oíste después la voz del salmista que os invitaba, por medio de cierta divina melodía, a la comunión de los santos misterios y decía: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”. Pero no juzguéis ni apreciéis esto como una comida humana: quiero decir, no así, sino desde la fe y libres de toda duda. Pues a los que los saborean no se les manda degustar pan y vino, sino lo que éstos representan en imagen, pero de modo real: el cuerpo y la sangre del Señor”[1]

 
El canto de comunión en la liturgia ha sido siempre un salmo, y de modo especialmente querido, el salmo 33 interpretado en clave eucarística: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”, “gustad” el Pan de la Eucaristía, “gustad” al Señor en el Sacramento. Ya el canto de comunión, un salmo, invita y crea una atmósfera espiritual y orante. Entonces la catequesis enseñaba el modo ritual de comulgar, para hacerlo con respeto y amor:



            “No te acerques, pues, con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino que, poniendo la mano izquierda bajo la derecha a modo de trono que ha de recibir al Rey, recibe en la concavidad de la mano el cuerpo de Cristo diciendo: “Amén”. Súmelo a continuación con ojos de santidad cuidando de que nada se pierda de él”[2].


            La Iglesia educa las actitudes y signos de respeto de sus hijos en el gran momento de la Comunión:


“Cuando la sagrada especie se deposita en las manos del comulgante, tanto el ministro como el fiel pongan sumo cuidado y atención a las partículas que pueden desprenderse de la sagrada forma. La modalidad de la sagrada comunión en las manos de los fieles debe ir acompañada, necesariamente, de la oportuna instrucción o catequesis sobre la doctrina católica acerca de la presencia real y permanente de Jesucristo bajo las especies eucarísticas y del respeto debido al Sacramento.
            Hay que enseñar a los fieles que Jesucristo es el Señor y el Salvador, que a él, presente bajo las especies sacramentales, se le debe el mismo culto de latría o de adoración que se da a Dios... Después del banquete eucarístico, no descuiden una sincera y oportuna acción que gracias que corresponde a la capacidad, estado y ocupaciones de cada uno.
            Finalmente, para que la participación en esta mesa celeste sea plenamente digna y fructífera, se deben explicar a los fieles los bienes y los frutos que se derivan de ellas para los individuos y para la sociedad, de modo que la habitual familiaridad con el Sacramento demuestre respeto, alimente el íntimo amor al Padre de familia que nos procura “el pan de cada día” y conduzca a una viva unión con Cristo, de cuya Carne y Sangre participamos”[3].


            “Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”” (CAT 1386).



[1] S. CIRILO DE JERUSALÉN, Cat. Mistagógica V, n. 20.
[2] Cat. Mistagógica V, n. 21.
[3] Instrucción Immensae caritatis, 3.

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