viernes, 17 de agosto de 2018

Ha llegado la salvación (El nombre de Jesús - IV)


“Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,10).


            Ésta fue la explicación que Jesús mismo da al asistir al banquete que Zaqueo organiza anunciando su conversión, porque Jesús mismo antes lo llamó y le dirigió aquellas palabras “porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Hoy tenía que entrar Jesús en la casa, en la vida, de Zaqueo para cambiar el corazón de aquel hombre al que sólo lo movía el dinero. Y precisamente, en medio del banquete, cuando Zaqueo se da cuenta hasta qué punto estaba atado y comienza a decir cómo va a restituir a quienes se ha aprovechado por su oficio de publicano, Jesús exclama: “hoy ha llegado la salvación a esta casa”. Así Jesús mismo ha llegado a esa casa porque Él es la salvación. Donde Él entra todo se transforma, se hace posible la conversión y por tanto, una vida auténtica, bella, verdadera, llena de bien.

            Sí, en la casa de Zaqueo ha entrado Jesús, ha entrado la salvación, ha entrado Jesús Salvador. Su Nombre lo ejerce: ofrece salvación, ¡y qué feliz es Zaqueo! El hombre que es salvado por Jesús es un hombre nuevo, pleno, lleno. Por eso, explica san Agustín: 

““Hoy ha llegado la salvación”. Ciertamente, si el Salvador no hubiese entrado no hubiese llegado la salvación a aquella casa. ¿De qué te extrañas, enfermo? Llama también tú a Jesús, no te creas sano” (Serm. 174,6).

            El problema tal vez, sea no verse uno a sí mismo en su verdad: no ver ni reconocer ni la miseria personal, ni el pecado, ni la debilidad, ni la concupiscencia, ni los fallos y fracasos. Sólo Jesús salva, si le dejamos entrar: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. Pero cuando se descubre a Jesús Salvador, y se vive la experiencia de la salvación que Jesús va obrando en cada corazón, entonces se le pueden aplicar todos los salmos a Él: “El Señor es mi luz y mi salvación”, “Sé tú mi salvación”, “sé un baluarte donde me salve”... Entonces se le puede orar a Cristo y decirle:

            “Sé para mí Dios protector”. No lleguen a mí los dardos del enemigo, porque yo no puedo protegerme. Y como es poco ser protector, añadió: y sé lugar defendido para salvarme. Sé para mí lugar  defendido; sé mi refugio. ¿Por qué huías de él, ¡oh Adán!, y te escondías entre los árboles del paraíso? ¿Por qué temías la mirada de Aquel ante quien acostumbrabas a gozarte? Te alejaste y pereciste. Estás cautivo, y ve que te visita, que no te abandona; mira que deja en el monte noventa y nueve ovejas y busca la oveja perdida... 

            Sé para mí –dice- lugar defendido para salvarme. No me salvaré sino en ti. Si tú no eres mi descanso, no podrá ser curada mi enfermedad. Levántame de la tierra; yazca en ti para enderezarme en lugar defendido. ¿Qué lugar hay más defendido? Cuando te hallas refugiado en aquel lugar, dime, ¿a qué enemigo temes? ¿Quién te acechará y llegará hasta ti?... Sé para mí Dios protector y lugar defendido para salvarme. Si eligiere otro sitio, no podré salvarme. Elige, ¡oh hombre!, si es que lo encuentras, otro más defendido. No hay manera de huir de Él si no es yendo a Él... ¿Qué significa tú eres mi firmeza? Por ti estoy firme y debido a ti soy fuerte. Porque tú eres mi firmeza y mi refugio. Para hacerme fuerte por ti, pues soy débil de mi propia cosecha, me refugiaré en ti”[1].


[1] S. AGUSTÍN, Enar. in Ps. 70,I,5.

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