La liturgia cristiana desde el
principio no sólo ha bendecido a Dios –en sus cantos e himnos- sino que también
ha pedido la bendición de Dios sobre personas o elementos distintos,
sacramentales o no, con una plegaria específica y normalmente trazando el signo
de la cruz (y a veces, también, añadiendo la aspersión con agua bendita). Al
bendecir, algo se sustrae del uso común, profano, y se pone al servicio de
Dios, como una especial dedicación entra en el ámbito divino.
Por eso la liturgia cristiana no
únicamente bendice a Dios, sino que bendice materias, elementos creados… ¡hasta
se bendice la mesa y los alimentos!
Para una “teología de la bendición”
es sumamente recomendable acudir a los Prenotandos del Bendicional.
El origen de toda bendición está en
Dios y en su infinita bondad y misericordia: “La fuente y origen de toda
bendición es Dios bendito, que está por encima de todo, el único bueno, que
hizo bien todas las cosas para colmarlas de sus bendiciones y que aun después
de la caída del hombre, continúa otorgando esas bendiciones, como un signo de
su misericordia” (Bend 1).
La Iglesia, glorificando a Dios y
santificando a los hombres, bendice también en su liturgia y en sus distintos
ritos. Por una parte bendice a las personas en las diversas circunstancias de
su vida (una peregrinación, un embarazo, una enfermedad…): “con ellas [las
bendiciones] invita a los hombres a alabar a Dios, los anima a pedir su protección,
los exhorta a hacerse dignos de su misericordia merced a una vida santa y
utiliza ciertas plegarias para impetrar sus beneficios y obtener un feliz
resultado en aquello que solicitaban” (Bend 9), y también las bendiciones
instituidas por la Iglesia, “que son signos sensibles que significan y cada uno
a su manera realizan aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella
glorificación de Dios que constituyen el fin hacia el cual tienden todas las
demás actuaciones de la Iglesia” (ibíd.).
Dios nos bendice
Toda liturgia en rito romano termina
con la bendición de Dios que el sacerdote o el diácono imparte a los fieles
presentes trazando la señal de la cruz con la mano (los orientales con un
crucifijo en su mano); incluso en la recitación privada del Oficio divino, en
las Horas mayores, o en la recitación común si no la preside un ministro
ordenado, se termina con una bendición santiguándose: “El Señor nos bendiga,
nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna”.
En ocasiones más especiales se puede
impartir la bendición solemne, con su fórmula trimembre en la que se responde
“Amén” y que despliega el sentido de la bendición o, especialmente en Cuaresma,
la oración superpopulum, una sola oración antes de la bendición; en ambos
casos, por ser bendición, con las manos extendidas sobre los fieles.
Por ejemplo, el día santísimo de
Pascua, éstas son las gracias particulares que se piden en la bendición
solemne:
El
Dios, que por la resurrección de su Unigénito
os
ha redimido y adoptado como hijos,
os
llene de alegría con sus bendiciones. R. Amén.
Y
ya que por la redención de Cristo
recibisteis
el don de la libertad verdadera,
por
su bondad recibáis también la herencia eterna. R. Amén.
Y,
pues confesando la fe
habéis
resucitado con Cristo en el bautismo,
por
vuestras buenas obras
merezcáis
ser admitidos en la patria del cielo. R. Amén.
Y
la bendición…
Una oración superpopulum, más breve,
pide por ejemplo:
Señor,
extiende sobre tus fieles
tu
mano poderosa
para
que te busquen de todo corazón
y
alcancen todo aquello
que
piden dignamente.
Por
Jesucristo nuestro Señor. Amén (n. 13).
La bendición va acompañada por el
signo de la cruz al cual nos santiguamos: toda gracia, toda santidad, todo
bien, nos vienen por la Cruz de Jesucristo y sin cruz no hay vida bendición ni
redención.
La bendición en la Misa romana era,
entre los siglos IV-IX, un rito después del Padrenuestro que preparaba para la
comunión (como aún hoy se mantiene en el rito hispano-mozárabe). En Roma, en la
Misa papal, según el Ordo Romano I, terminada la Misa y venerado el altar, se
organizaba la procesión de vuelta a la sacristía y el Papa pasaba entre los
fieles bendiciendo. Esto también fue costumbre entre los obispos y de ahí pasó,
oficiosamente a los sacerdotes que, con cura de almas a su cargo, querían
bendecir a sus fieles. Tardó mucho en ser algo común, y en muchos Misales
medievales ni siquiera se alude a esto.
La bendición que se daba al salir,
en el pasillo, se trasladó al altar. Ya a mediados del siglo XII en Roma se
daba esta bendición desde el altar (cf. Jungmann, p. 1167), cobrando más
solemnidad en el siglo XIV, haciéndose general en las misas pontificales y aun
privadas del obispo. De ahí que las misas presbiterales lo fueran imitando.
El Misal de san Pío V determina tres
cruces en la bendición episcopal y una bendición sencilla en la Misa
presbiteral, que se mantiene hasta hoy.
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