Mucho depende de la unción con la
que sacerdotes y obispos celebren la santa liturgia. Si adquieren un hábito
celebrativo lleno de piedad, de reverencia, conscientes ante Quién están y de
Quién son su mediación (in persona Christi), facilitará –sin hieratismo, sin
esteticismo, sin posturas forzadas- que en la liturgia brille el Misterio.
El
sacerdote es la mediación visible del Liturgo invisible, Jesucristo sumo y
eterno Sacerdote. La persona entera del sacerdote debe ocultarse, hacerse
transparente, servidor del Misterio, desterrando la tentación de convertirse en
protagonista, en showman simpático que acapare todo para lucirse. Es
imprescindible una gran dosis de humildad para oficiar los misterios divinos y
un alma muy sacerdotal, llena de unción, para dejarse atrapar por el Misterio y
vivirlo.
Por
eso, algo evidente pero muy olvidado, es que el sacerdote como servidor que es,
no manipule la liturgia a su capricho o criterio, sino que observando las normas
litúrgicas, ofrezca a Dios y a los fieles la liturgia de la Iglesia, no su propia
reelaboración creativa. “La observancia ritual ayuda a que el sacerdote no sea
protagonista en la celebración, favoreciendo que los fieles no se fijen en él y
descubran a Dios y el culto sea un encuentro con Dios, que ocupa siempre el
centro. La obediencia del sacerdote a las rúbricas es una señal elocuente y
silenciosa de su amor a la
Iglesia, a la cual sirve, sin servirse de ella. No podemos
tratar la liturgia como si fuera un material por nosotros manipulable, pues se
trata de una realidad sagrada” (Fernández, P., La sagrada liturgia, 328).
El
porte exterior del sacerdote refleja su interior, su alma sacerdotal y su
disposición contemplativa, lo cual, bien cuidado y vivido, ayudará a los fieles
a una verdadera participación interior en la liturgia. Lo pide la Iglesia para el bien de
los fieles:
“El pueblo de Dios tiene necesidad
de ver en los sacerdotes y diáconos una conducta llena de reverencia y
dignidad, capaz de ayudar a penetrar en las realidades invisibles, incluso con
pocas palabras y explicaciones. En el Misal romano, llamado de San Pío V, como
en las diversas liturgias orientales, se encuentran muy bellas oraciones con
las cuales el sacerdote expresa el más profundo sentido de humildad y de
reverencia hacia los santos misterios; ellas muestran la sustancia misma de
toda liturgia” (Juan Pablo II, Disc. a la plenaria de la Cong. para el Culto divino,
21-septiembre-2011).
Esto
es lo que deben percibir los fieles. En ocasiones el pueblo cristiano, con la
mentalidad secularizada que se ha extendido, exige al sacerdote que haga una
liturgia simpática, entretenida, llena de diálogos (y hasta de aplausos). Pero
a la larga, ven y experimentan una liturgia mejor y más plena si el sacerdote
se ajusta a las normas litúrgicas de la Iglesia y transmite espiritualidad, recogimiento
y adoración.
La
dignidad al celebrar, traspasada de oración, no necesita de muchas
explicaciones, es elocuente en sí de la santidad de la liturgia. “Sólo el
ministro ordenado representa a Cristo Cabeza y con tal potestad sube al altar,
de tal modo que es inferior a Cristo y superior al pueblo. En este sentido, es
importante que el ministro ordenado recupere la conciencia de su dignidad,
sobre todo cuando está en el altar, y hable con autoridad, sin identificarse
equívocamente con la asamblea presente” (Fernández, P., La sagrada liturgia, 175).
Sabedor
de esto, el sacerdote debe presidir toda liturgia orando, con espíritu de
oración, en diálogo con Dios a quien dirige las oraciones litúrgicas, meditando
personalmente en los momentos de silencio, siendo oyente atento de las lecturas
proclamadas, comulgando reverentemente. “Me parece que la gente percibe si
realmente nosotros estamos en coloquio con Dios, con ellos y, por decirlo así,
si atraemos a los demás a la comunión con los hijos de Dios; o si, por el
contrario, solo hacemos algo exterior” (Benedicto XVI, Encuentro con los
sacerdotes de Albano, 31-agosto-2006).
Es
un ministerio santo éste de santificar y celebrar la divina liturgia. Se
convierte en fuente de santificación para el propio sacerdote y por ello, sin
dejadez, sin un estilo desenfadado, sino con un modo de vivirlo santo, habrá de
desempeñarlo:
“El sacerdote está llamado a ser ministro
de este gran Misterio, en el sacramento y en la vida. Aunque la gran tradición
eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación
existencial concreta del sacerdote, salvaguardando así adecuadamente las
legítimas expectativas de los fieles, eso no quita nada a la necesaria, más
aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo
corazón auténticamente sacerdotal: el pueblo de Dios espera de sus pastores
también un ejemplo de fe y un testimonio de santidad. En la celebración de los
santos misterios es donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación”
(Benedicto XVI, Audiencia general, 5-mayo-2010).
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