4. ¿Qué valor, qué importancia
tiene el Credo? ¿Para qué una fórmula fija? ¿Por qué la misma y recitada de
memoria? ¿No sería eso un empobrecimiento? ¿No es la fe un sentimiento, o una
experiencia, según nos dice hoy la mentalidad secularizada?
La Tradición de los Padres
nos ofrece las respuestas necesarias cuando explicaban el Símbolo (o Credo) a
los catecúmenos.
El
Símbolo está lleno de afirmaciones de las Escrituras, reunidas en una fórmula,
más accesible a la memoria. Lo explica san Cirilo de Jerusalén:
“Posee y conserva sólo la fe que
aprendes y prometes, la que ahora te transmite la Iglesia, la que está
confirmada por la entera Escritura. Y porque no todos pueden leer la Escritura, ya que a unos
la falta de preparación, a otros la falta de tiempo disponible les impide
llegar a conocerla, para que el alma no se pierda por falta de instrucción,
abarcamos toda la doctrina de la fe en unas pocas líneas. Quiero que la
recordéis con las mismas palabras, y que la recitéis entre vosotros con todo
esmero, no copiándola en hojas de papiro, sino grabándola con la memoria en el
corazón; estando atentos para que, cuando hagáis esto, ningún catecúmeno oiga
las verdades que se os han transmitido; y que durante todo el tiempo de vuestra
vida sea como los recursos del camino, sin dar cabida a otra fe que ésta; aun
en el caso de que nosotros mismos diéramos un giro diciéndoos lo contrario de
lo que ahora os estoy explicando, o aunque un ángel hostil transformado en ángel
de luz te quisiera engañar… Y entre tanto, mientras escuchas sus palabras
exactas, graba la fe en tu memoria; durante el tiempo que haga falta recibe la
demostración que la divina Escritura da sobre cada una de las verdades
contenidas. Porque el compendio de la fe no se realizó atendiendo el parecer de
los hombres, sino después de recoger de toda la Escritura las partes
principales, que formarían una completa enseñanza de la fe. Y del mismo modo
que el grano de mostaza contiene muchos ramos en una simiente pequeña, así
también esta fe encierra en su seno con pocas palabras todo el conocimiento de
la religión contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Considerad, pues,
hermanos, y mantened firmemente la doctrina transmitida que ahora recibís, e inscribidla
en la tabla de vuestro corazón” (Cat. V,12).
El
gran san Agustín también explica el valor del Credo antes de recitárselo a los
catecúmenos:
“Es ya tiempo de que recibáis el
símbolo, que contiene, de forma breve, todo lo que creéis para vuestra salvación
eterna. Al origen del término ‘símbolo’ está una semejanza; es, pues, un
término metafórico. Los mercaderes establecen entre sí un símbolo gracia al
cual su agrupación se mantiene unida por un pacto de fidelidad…
Con esto he cumplido me deuda de
predicaros un breve sermón sobre la totalidad del símbolo. Cuando lo escuchéis,
reconoceréis que todo ha sido examinado de forma breve en este nuestro sermón.
Ni siquiera para retenerlas mejor debéis escribir las palabras del símbolo;
tenéis que aprenderlo a fuerza de oírlo, y ni siquiera después de aprendido
debéis escribirlo, sino conservarlo y recordarlo siempre de memoria. Todo lo
que vais a oír en el símbolo está contenido en las Sagradas Escrituras… He
aquí, pues, el símbolo que ya se os ha ido descubriendo por medio de la Escritura y los sermones
en la Iglesia,
a cuya breve fórmula, sin embargo, los fieles han de aferrarse y en ella han de
progresar” (Serm. 212, 1.2).
Otro
sermón agustiniano sobre el valor de la fórmula de la fe:
“El símbolo es, pues, la regla de la
fe, compendiada en pocas palabras para instruir la mente sin cargar la memoria;
aunque se expresa en pocas palabras, es mucho lo que se adquiere con ella. Se
llama símbolo a aquello en que se reconocen los cristianos; es lo primero que
de forma breve voy a proclamar. Después, en la medida en que el Señor se digne
concedérmelo, os lo explicaré, pues lo que quiero que aprendáis de memoria,
quiero también que lo podáis comprender” (Serm. 213,2).
Y
una última cita agustiniana:
“El símbolo construye en vosotros lo
que debéis creer y confesar para poder alcanzar la salvación. Lo que dentro de
poco vais a recibir, confiar a la memoria y proferir verbalmente, no es novedad
alguna para vosotros o cosa jamás oída. En efecto, en variedad de formas soléis
oírlo tanto en la Sagrada Escritura
como en los sermones de la Iglesia. No
obstante eso, se os ha de entregar todo junto, brevemente resumido y
lógicamente ordenado para edificar vuestra fe, facilitar la recitación y no
cargar demasiado a la memoria. Estas son las cosas que, sin cambiar nada,
habéis de retener y luego recitar de memoria” (Serm. 214,1).
5.
Es importante y significativo profesar la fe. En el rito romano, situado el
Credo después del silencio meditativo, acabada la homilía, se destaca el valor
de respuesta o asentimiento a la
Palabra escuchada: “El pueblo hace suya esta palabra divina
por el silencio y por los cantos; se adhiere a ella por la profesión de fe”
(IGMR 55); o con palabras de la
Ordenación del Leccionario de la Misa: “El Símbolo o profesión
de fe, dentro de la misa, cuando las rúbricas lo prescriben, tiene como
finalidad que la asamblea reunida dé su asentimiento y su respuesta a la
palabra de Dios oída en las lecturas y en la homilía, y traiga a su memoria,
antes de empezar la celebración del misterio de la fe en la eucaristía, la
norma de su fe, según la forma aprobada por la Iglesia” (OLM 29). Así la
liturgia de la Palabra
es un diálogo de Dios con su pueblo, donde la Iglesia responde a su
Señor.
En
la Misa dominical
es renovación de la fe y actualización, en cierto sentido, de la gracia
bautismal:
“[El pueblo cristiano] se siente
llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la
alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una
continua ‘conversión’. La asamblea dominical se compromete de este modo a una
renovación interior de las promesas bautismales que, en cierto modo, están
implícitas al recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la
celebración de la Vigilia
pascual o cuando se administra el Bautismo durante la Misa” (Juan Pablo II, Carta
Dies Domini, 41).
6.
El Credo es una confesión de fe en Dios Uno y Trino y en su actuación
salvífica, llena de amor. No es una suma de verdades inconexas, sino el
reconocimiento de quién es Dios y lo que ha realizado por nosotros. “En la Iglesia se ha tenido
conciencia siempre de que el símbolo de fe, en cualquier estado en que se
encontrase, y por breve que fuera, contenía la totalidad de la fe. Así ocurría
ya con las fórmulas cristológicas. En cuanto a las primeras fórmulas
trinitarias, diremos que se acrecentaron, no por adición de nuevos artículos
puestos a continuación de los tres primeros, sino por medio de la explicación o
desarrollo de cada uno de ellos” (De Lubac, La
fe cristiana, Salamanca 1988, 91). Así contiene explicitado Quién es Dios y
lo que ha realizado por nosotros. El teólogo von Balthasar lo enuncia así:
“Los doce artículos del credo
apostólico proceden primeramente de las tres preguntas parciales: ¿Crees en
Dios, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo? Pero incluso estas tres palabras
son expresión –y Jesucristo nos da prueba de ello- de que el único Dios es, en
su esencia, amor y entrega… Tan sólo con la mirada fija en ese fondo de unidad
que se nos revela también a nosotros, tendrá sentido desarrollar el credo
cristiano: primeramente desarrollándolo en los tres accesos que luego se
expanden en doce ‘artículos’… Nosotros no creemos jamás en proposiciones, sino
en una sola realidad que se desarrolla ante nosotros, para nosotros y en
nosotros, y que al mismo tiempo es verdad altísima y salvación profundísima”
(Balthasar, Meditaciones sobre el credo
apostólico, Salamanca 1991, 29-30).
Se
cree, no en un ‘algo’ difuso y trascendente, sino en un ‘Tú’ vivo: “Todavía no
hemos hablado del rasgo más fundamental de la fe cristiana: su carácter
personal. La fe cristiana es mucho más que una opción en favor del fundamento
espiritual del mundo. Su fórmula central reza así: ‘creo en ti’, no ‘creo en
algo’. Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la
inteligencia como persona… La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y
que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un
amor indestructible que no sólo solicita la eternidad, sino que la otorga”
(Ratzinger, Introducción al cristianismo,
Salamanca 1987 (6ª), 57).
No
es un Dios una fórmula rara, un teorema incomprensible. Se ha revelado y,
además, hemos visto cómo actúa, cómo obra, cómo ama, cómo salva. Y lo afirmamos
en el Credo así:
“El
misterio de la Trinidad
no se nos ha descubierto a la manera de una teoría sublime, de un teorema
celestial, sin relación con lo que somos y con lo que hemos de llegar a ser.
Dios es el creador de nuestro mundo y quiso intervenir en nuestra historia.
Actuando para nosotros, llamándonos hacia él, obrando nuestra salvación: así
es, precisamente, como Dios se nos dio a conocer. Nuestra fe en él, que es
respuesta a su llamamiento, no es separable del conocimiento que Dios nos ha
dado de su obra en medio de nosotros” (De Lubac, La fe cristiana, 93).
Digno
de mención es destacar cómo la fórmula de la fe, el Símbolo o Credo, aun cuando
todos lo recitan juntos, se reza en singular. No se dice: “Creemos en un solo
Dios…”, sino: “Creo en un solo Dios”; no se dice: “Sí, creemos…”, sino: “Sí,
creo”.
La
fe es fe eclesial, la fe de todo el pueblo santo de Dios, recibida por la Revelación y la
predicación apostólica. Vivir como hijo de Dios en la Iglesia es recibir y
profesar la norma o canon de la fe, el Credo que se entrega.
Pero
se reza siempre en singular (“creo en Dios”, o “sí, creo”) porque la fe es un
acto personal y único delante de Dios mismo. Nadie puede suplirme, nadie
reemplazarme. Cada uno debe contestar a Dios personalmente y esa fe eclesial va
a determinar toda la existencia cristiana, paso a paso. La fe da forma a la
vida.
“Quien
dice Yo creo, dice Yo me adhiero a lo
que nosotros creemos. La comunión en
la fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una
en la misma confesión de fe” (CAT 185). Profesar la fe común de la Iglesia es, al mismo
tiempo, un acto personalísimo: “la fe es una adhesión personal del hombre
entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la
voluntad a la Revelación
que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras” (CAT 176).
Aunque
en la Iglesia
todo es común, y vivimos la
Comunión de los santos, sin embargo el fiel cristiano no se
disuelve en la masa, ni es un anónimo perdido, ni se despersonaliza. La fe, por
el contrario, personaliza y es vivida personalmente. Por eso se responde en
singular, cara a cara, ante Dios y la Iglesia.
Con
el Credo decimos “Sí” a Dios, después de haber dicho “no” al demonio y a su
imperio del mal. ¡Sí!, como Cristo es “Sí”, el “Amén” de Dios (cf. 2Co 1,20):
“Un “sí” que se articula en tres
adhesiones: “sí” al Dios vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón
creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida; “sí” a Cristo, es decir, a
un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene un nombre, tiene palabras,
tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que nos da la vida y nos muestra el
camino de la vida; “sí” a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que
entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día”
(Benedicto XVI, Hom., 8-enero-2006).
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