Toda paternidad humana no es son un pálido reflejo de la
fuente de la verdadera paternidad, la de Dios. La paternidad es un ejercicio de
amor difusivo de sí mismo, que ama al hijo tal cual es, en su originalidad e
irrepetibilidad, considerado como distinto, único, y respetando su libertad. La
paternidad es una realidad antes espiritual que física o biológica, de libertad
y no de posesión, de amor oblativo y no de egoísmo. El hijo es una persona, una
realidad distinta, y se realizará en la medida en que, libremente, responda al
amor de Dios Padre.
Cuando llamamos a Dios “Padre” lo hacemos con categorías
de pensamiento limitadas y proyectando la experiencia humana de la paternidad.
Pero siempre resulta insuficiente: el misterio de la paternidad divina es inabarcable. ¿Qué podemos afirmar
entonces? La Escritura
nos da suficientes indicaciones.
“Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios trasciende la dimensión humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende también la paternidad y la maternidad humanas, aunque sea su origen y medida: Nadie es padre como lo es Dios” (CAT 239).
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