jueves, 18 de abril de 2019

Fortaleza de los santos, santos fuertes (Palabras sobre la santidad - LXVII)



En esta hora de la Iglesia, en la cual la secularización ha convertido en un páramo nuestro mundo, y donde esa misma secularización se ha infiltrado en la Iglesia acomodándola al mundo, plagiando sus estilos y modos, es cuando se ve la necesidad de cristianos fuertes, valientes, decididos, que se hayan dejado conquistar por el Señor. “Nuestro tiempo tiene necesidad de cristianos fuertes. La Iglesia –tan moderada hoy en sus exigencias prácticas y ascéticas- necesita hijos valientes, formados en la escuela del Evangelio” (Pablo VI, Audiencia general, 25-febrero-1970).
 



            Estos cristianos fuertes, anclados en Cristo, cimentados en Él, resisten vientos, tempestades, huracanes, de tantos vientos de doctrina (cf. Ef 4,14) como cimbrean a la Iglesia. Se convierten en testigos fieles de Quien es Fiel (1Co 1,9; 10,13; 1Jn 1,9) y no se dejan abatir. Permanecen cimentados y estables (Col 1,23). Son baluartes seguros.

            Son valientes y decididos, es decir, son santos. No cambian acomodándose a las modas; no se mimetizan con el mundo confundiéndose con él; preservan su identidad cristiana; tienen los ojos fijos en Jesús (cf. Hb 12,2). Son humildes y sin arrogancia; no avasallan ni imponen; tampoco es tozudez, terquedad, intransigencia o dureza en el trato con los demás.

            Los santos son fuertes con una fortaleza distinta, la del don del Espíritu Santo, que perfecciona la propia entereza humana, que da consistencia a la propia fragilidad: “has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio” (Prefacio de los Mártires).


            El sublime ejemplo de la fortaleza de los santos se halla en los mártires: amaron a Cristo más que a nada, incluso más que a su propia vida. La gracia los fortaleció en el combate y los coronó con la victoria. Ellos son un paradigma, es decir, un modelo concreto y acabado, de la fortaleza en la vida cristiana y de lo que es la santidad:

“El ejemplo de los mártires, humildes y grandes, nos confunde y nos sacude. Hoy se intenta hacer fácil el cristianismo, sin riesgo, sin sacrificio, sin cruz, hecho a la medida de nuestras comodidades y de nuestras debilidades de pensamiento y de costumbre. El cristianismo, en cambio, es para los hombres fuertes, para los hombres que en la fe buscan y encuentran su luz y su energía.

El ejemplo de los mártires no sólo de los de ayer, sino también los de hoy (y son muchos los que también en estos años han sufrido duramente por su fidelidad a la Iglesia) nos conforta y nos guía  la fuente secreta de su inexplicable fortaleza, que es el amor, el amor vivo y personal por Cristo” (Pablo VI, Ángelus, 6-octubre-1968).

¡El cristianismo es para los hombres fuertes! Así cae esa imagen distorsionada que se da en ocasiones del santo como un apocado, escondido, pusilánime, ajeno a todo y a las luchas, como si hubiesen llevado una vida fácil, angelical, desencarnada. Más parecería eso una imagen de escayola, dulzona, fabricada en serie, que la realidad de los santos en su vivir.
            El cristianismo no es refugio para cobardes ni un analgésico que adormece ante la vida. No es para tibios ni para quienes quieran evadirse de su entorno. Es para fuertes, para arriesgados, para quienes quieren vivir de verdad, sin cortapisas, su propia humanidad según la plena humanidad, ya glorificada, de Jesucristo. El cristianismo es para fuertes, decididos, que no vacilan en dejarlo todo al ser llamados por Cristo; “el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11,12). Es el cristianismo una lucha que hay que afrontar con las armas del Espíritu (cf. Ef 6,1-10); carrera en el estadio donde no hay vuelta atrás (cf. 1Co 9,24; Hb 12,1-4), combate de boxeo (1Co 9,26).

            El cristianismo genera hombres fuertes, valientes, decididos, incluso arriesgados, no personas inertes, conformistas, temerosas, arrinconadas o aborregadas. La concreción mejor del tipo humano que forja el cristianismo se halla en los mártires de todas las edades y en la muchedumbre de los santos. La escuela de la Iglesia es así como educa a sus hijos:

¿Seríais capaces de diseñar el tipo humano que resulta de una escuela como ésta [escuela de la Iglesia]? Si hacéis la prueba, os convenceréis de que es una experiencia ideal y estupenda.
            Veréis delinearse no una figura uniforme e impersonal, sino una infinidad de figuras diversas, tantas cuantas son las personas que frecuentan esta escuela evangélica, figuras caracterizadas, sí, por las líneas maestras  que distinguen a los discípulos de Cristo pero al mismo tiempo, cada una de ellas modelada con rasgos propios, singulares, y, en cierto modo, únicos.
            Así son las figuras de los santos, es decir, de los auténticos y perfectos cristianos” (Pablo VI, Audiencia general, 25-febrero-1970).


            Educados en la Iglesia, los santos representan un tipo humano nuevo y libre, maduro, realizado; de ahí que la fortaleza sea característica común y hayan experimentado hasta qué punto el Espíritu los robustecía. El fin educativo de la Iglesia es preparar hombres fuertes y valientes que se entreguen al Señor y a su misión: “La Iglesia no pretende educar hombres mezquinos y mediocres; quiere que sean fuertes; pretende infundir en ellos virtudes viriles (cf. Santa Catalina de Siena); una “libertad liberada”, como dice S. Agustín (Retract. 1,15), es decir, una libertad exenta de sugestiones interiores y exteriores. Pero surge ahora una pregunta: esta figura ideal del cristiano como hombre fuerte ¿resulta todavía actual? ¿No pertenece ya al pasado?” (Pablo VI, Audiencia general, 25-febrero-1970).

            La fortaleza tiene dos direcciones de actuación; por una parte la fortaleza permite acometer obras buenas y llevarlas a cabo sin desistir por las dificultades, sin cejar a la inconstancia, fiándose de Dios que llevará a término su obra (cf. Sal 137); por otra parte, la fortaleza se manifiesta como paciencia y perseverancia en las dificultades, contrariedades y persecuciones, sin decaer, ni impacientarse, ni rebelarse, ni dejar espacio al rencor o al deseo de venganza.

            En ambos sentidos, los santos son testimonio de fortaleza, una fortaleza que les fue dada. Así, hombres fuertes, realizaron empresas apostólicas, obras, fundaciones, apostolados, etc., que el Señor les fue señalando y que ellos, apoyados en Él, acometieron venciendo el temor natural ante las grandes empresas. Se fiaron de Dios y de la misión que les daba, y el Señor los capacitó y los robusteció. Por ellos mismos, nada hubieran hecho, ni se hubieran atrevido, ni hubieran llegado a completar nada. Pero obedecieron al encargo del Señor y el Espíritu Santo los fortaleció.

            También en los santos, y de forma eminente en los mártires, la fortaleza se comprobó y brilló en el tormento, en las dificultades, en mil persecuciones distintas, en obstáculos puestos por tibios y medrosos, en los “buenos consejos” de cautelosos y falsamente prudentes, intentando disuadirlos. Resistieron pacientemente, no flaquearon, ninguna palabra airada o vengativa salió de sus labios –como Cristo, “no abría la boca, como cordero llevado al matadero” (Is 53,7)-.

            Los santos son hombres fuertes porque el Espíritu Santo los agració con su don de fortaleza.

            Para nosotros, hoy, son todo un tratado de la mejor antropología cristiana, que rompe las imágenes distorsionadas de un cristianismo para débiles, acobardados, alienados, sin contextura humana ni madurez.

            “¡Sí, hermanos e hijos queridísimos, es posible todavía hoy ser cristianos! Y ser cristianos buenos, cristianos fieles, cristianos fuertes, digámoslo sin rodeos: cristianos santos” (Pablo VI, Audiencia general, 14-abril-1971).



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