En
esta hora de la Iglesia,
en la cual la secularización ha convertido en un páramo nuestro mundo, y donde
esa misma secularización se ha infiltrado en la Iglesia acomodándola al
mundo, plagiando sus estilos y modos, es cuando se ve la necesidad de
cristianos fuertes, valientes, decididos, que se hayan dejado conquistar por el
Señor. “Nuestro tiempo tiene necesidad de cristianos fuertes. La Iglesia –tan moderada hoy
en sus exigencias prácticas y ascéticas- necesita hijos valientes, formados en
la escuela del Evangelio” (Pablo VI, Audiencia general, 25-febrero-1970).
Estos
cristianos fuertes, anclados en Cristo, cimentados en Él, resisten vientos,
tempestades, huracanes, de tantos vientos de doctrina (cf. Ef 4,14) como
cimbrean a la Iglesia. Se
convierten en testigos fieles de Quien es Fiel (1Co 1,9; 10,13; 1Jn 1,9) y no
se dejan abatir. Permanecen cimentados y estables (Col 1,23). Son baluartes
seguros.
Son
valientes y decididos, es decir, son santos. No cambian acomodándose a las
modas; no se mimetizan con el mundo confundiéndose con él; preservan su
identidad cristiana; tienen los ojos fijos en Jesús (cf. Hb 12,2). Son humildes
y sin arrogancia; no avasallan ni imponen; tampoco es tozudez, terquedad,
intransigencia o dureza en el trato con los demás.
Los
santos son fuertes con una fortaleza distinta, la del don del Espíritu Santo,
que perfecciona la propia entereza humana, que da consistencia a la propia
fragilidad: “has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio
testimonio” (Prefacio de los Mártires).
El
sublime ejemplo de la fortaleza de los santos se halla en los mártires: amaron
a Cristo más que a nada, incluso más que a su propia vida. La gracia los
fortaleció en el combate y los coronó con la victoria. Ellos son un paradigma,
es decir, un modelo concreto y acabado, de la fortaleza en la vida cristiana y
de lo que es la santidad:
“El ejemplo de los mártires, humildes y grandes, nos confunde y nos
sacude. Hoy se intenta hacer fácil el cristianismo, sin riesgo, sin sacrificio,
sin cruz, hecho a la medida de nuestras comodidades y de nuestras debilidades
de pensamiento y de costumbre. El cristianismo, en cambio, es para los hombres
fuertes, para los hombres que en la fe buscan y encuentran su luz y su energía.
El ejemplo de los mártires no sólo de los de ayer, sino también los de
hoy (y son muchos los que también en estos años han sufrido duramente por su
fidelidad a la Iglesia)
nos conforta y nos guía la fuente
secreta de su inexplicable fortaleza, que es el amor, el amor vivo y personal
por Cristo” (Pablo VI, Ángelus, 6-octubre-1968).
¡El
cristianismo es para los hombres fuertes! Así cae esa imagen distorsionada que
se da en ocasiones del santo como un apocado, escondido, pusilánime, ajeno a
todo y a las luchas, como si hubiesen llevado una vida fácil, angelical,
desencarnada. Más parecería eso una imagen de escayola, dulzona, fabricada en
serie, que la realidad de los santos en su vivir.
El
cristianismo no es refugio para cobardes ni un analgésico que adormece ante la
vida. No es para tibios ni para quienes quieran evadirse de su entorno. Es para
fuertes, para arriesgados, para quienes quieren vivir de verdad, sin
cortapisas, su propia humanidad según la plena humanidad, ya glorificada, de
Jesucristo. El cristianismo es para fuertes, decididos, que no vacilan en
dejarlo todo al ser llamados por Cristo; “el reino de los cielos sufre
violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11,12). Es el cristianismo una
lucha que hay que afrontar con las armas del Espíritu (cf. Ef 6,1-10); carrera
en el estadio donde no hay vuelta atrás (cf. 1Co 9,24; Hb 12,1-4), combate de
boxeo (1Co 9,26).
El
cristianismo genera hombres fuertes, valientes, decididos, incluso arriesgados,
no personas inertes, conformistas, temerosas, arrinconadas o aborregadas. La
concreción mejor del tipo humano que forja el cristianismo se halla en los
mártires de todas las edades y en la muchedumbre de los santos. La escuela de la Iglesia es así como educa
a sus hijos:
“¿Seríais capaces
de diseñar el tipo humano que resulta de una escuela como ésta [escuela de la Iglesia]? Si hacéis la
prueba, os convenceréis de que es una experiencia ideal y estupenda.
Veréis
delinearse no una figura uniforme e impersonal, sino una infinidad de figuras
diversas, tantas cuantas son las personas que frecuentan esta escuela
evangélica, figuras caracterizadas, sí, por las líneas maestras que distinguen a los discípulos de Cristo
pero al mismo tiempo, cada una de ellas modelada con rasgos propios,
singulares, y, en cierto modo, únicos.
Así
son las figuras de los santos, es decir, de los auténticos y perfectos
cristianos” (Pablo VI, Audiencia general, 25-febrero-1970).
Educados
en la Iglesia,
los santos representan un tipo humano nuevo y libre, maduro, realizado; de ahí
que la fortaleza sea característica común y hayan experimentado hasta qué punto
el Espíritu los robustecía. El fin educativo de la Iglesia es preparar
hombres fuertes y valientes que se entreguen al Señor y a su misión: “La Iglesia no pretende educar hombres mezquinos y
mediocres; quiere que sean fuertes; pretende infundir en ellos virtudes viriles
(cf. Santa Catalina de Siena); una “libertad liberada”, como dice S. Agustín
(Retract. 1,15), es decir, una libertad exenta de sugestiones interiores y
exteriores. Pero surge ahora una pregunta: esta figura ideal del cristiano como
hombre fuerte ¿resulta todavía actual? ¿No pertenece ya al pasado?” (Pablo VI,
Audiencia general, 25-febrero-1970).
La
fortaleza tiene dos direcciones de actuación; por una parte la fortaleza
permite acometer obras buenas y llevarlas a cabo sin desistir por las
dificultades, sin cejar a la inconstancia, fiándose de Dios que llevará a
término su obra (cf. Sal 137); por otra parte, la fortaleza se manifiesta como
paciencia y perseverancia en las dificultades, contrariedades y persecuciones,
sin decaer, ni impacientarse, ni rebelarse, ni dejar espacio al rencor o al
deseo de venganza.
En
ambos sentidos, los santos son testimonio de fortaleza, una fortaleza que les
fue dada. Así, hombres fuertes, realizaron empresas apostólicas, obras,
fundaciones, apostolados, etc., que el Señor les fue señalando y que ellos,
apoyados en Él, acometieron venciendo el temor natural ante las grandes
empresas. Se fiaron de Dios y de la misión que les daba, y el Señor los
capacitó y los robusteció. Por ellos mismos, nada hubieran hecho, ni se
hubieran atrevido, ni hubieran llegado a completar nada. Pero obedecieron al
encargo del Señor y el Espíritu Santo los fortaleció.
También
en los santos, y de forma eminente en los mártires, la fortaleza se comprobó y
brilló en el tormento, en las dificultades, en mil persecuciones distintas, en
obstáculos puestos por tibios y medrosos, en los “buenos consejos” de
cautelosos y falsamente prudentes, intentando disuadirlos. Resistieron
pacientemente, no flaquearon, ninguna palabra airada o vengativa salió de sus
labios –como Cristo, “no abría la boca, como cordero llevado al matadero” (Is
53,7)-.
Los
santos son hombres fuertes porque el Espíritu Santo los agració con su don de
fortaleza.
Para
nosotros, hoy, son todo un tratado de la mejor antropología cristiana, que
rompe las imágenes distorsionadas de un cristianismo para débiles, acobardados,
alienados, sin contextura humana ni madurez.
“¡Sí,
hermanos e hijos queridísimos, es posible todavía hoy ser cristianos! Y ser
cristianos buenos, cristianos fieles, cristianos fuertes, digámoslo sin rodeos:
cristianos santos” (Pablo VI, Audiencia general, 14-abril-1971).
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