martes, 31 de julio de 2018

Tratado de la paciencia (San Agustín, I)

Cuando uno quiere beber agua, busca fuentes cristalinas, no contaminadas, ni siquiera que pueda haber una mínima duda sobre su salubridad. Los Padres de la Iglesia son fuentes de agua viva, no hay duda alguna cuando vemos sus fuentes y nos acercamos a beber.


La formación católica se enriquece cuando acudimos a los Padres de la Iglesia y nos sumergimos en la Tradición, mejor que acudir a quienes tal vez se ponen de moda, pero no hay en ellos garantía alguna, sólo la publicidad editorial.

A medida en que leemos los Padres de la Iglesia, descubrimos que no son monumentos del pasado ni tampoco una lectura críptica difícil: muchos tratados, homilías, escritos, etc, muestran su actualidad a la vez que ofrecen criterios claros, fecundos, para la vida católica. Por eso un interés grande debe movernos a leerlos, conocerlos.

Ahora vamos a empezar la lectura de un tercer tratado sobre la paciencia. Igualmente es de origen africano, y sigue la estela de Tertuliano y de San Cipriano. Con san Agustín avanzaremos, Dios mediante, en conocer qué es la paciencia, su necesidad, su valor y utilidad.


"CAPÍTULO I. LA PACIENCIA DE DIOS

            1. La virtud del alma que se llama paciencia es un don de Dios tan grande, que él mismo, que nos la otorga, pone de relieve la suya, cuando aguarda a los malos hasta que se corrijan. Así, aunque Dios nada puede padecer, y el término paciencia se deriva de padecer (patientia, a patiendo), no solo creemos firmemente que Dios es paciente, sino que también lo confesamos para nuestra salvación. Pero ¿quién podrá explicar con palabras la calidad y grandeza de la paciencia de Dios, que nada padece pero tampoco permanece impasible, e incluso aseguramos que es pacientísimo? 

Así pues, su paciencia es inefable como lo es su celo, su ira y otras cosas parecidas. Porque si pensamos estas cosas a nuestro modo, en Él, ciertamente, no se dan así. En efecto, nosotros son sentimos ninguna de estas cosas sin molestias, pero no podemos ni sospechar que Dios, cuya naturaleza es impasible, sufra tribulación alguna. Así, tiene celos sin envidia, ira sin perturbación alguna, se compadece sin sufrir, se arrepiente sin corregir una maldad propia. Así es paciente sin pasión. Pero ahora voy a exponer, en cuanto el Señor me lo conceda y la brevedad del presente discurso lo consienta, la naturaleza de la paciencia humana de modo que podamos comprenderla y también procuremos tenerla.


CAPÍTULO II. LA AUTÉNTICA PACIENCIA HUMANA Y SU UTILIDAD

            2. La auténtica paciencia humana, digna de ser alabada y de llamarse virtud, se muestra en el buen ánimo, con el que toleramos los males, para no dejar de mal humor los bienes que nos permitirán conseguir las cosas mejores. Pues los impacientes, cuando no quieren padecer cosas malas, no consiguen escapar de ellas, sino sufrir males mayores. Pero los que tienen paciencia prefieren soportar los males antes que cometerlos y no cometerlos antes que soportarlos, aligeran el mal que toleran con paciencia y se libran de otros peores en los que caerían por la impaciencia. Pues los bienes eternos y más grandes no se pierden mientras no se rinden a los males temporales y mezquinos: “porque no son comparables los padecimientos de esta vida con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros” (Rm 8,18). Y también: “lo que en nuestra tribulación es temporal y leve, de una forma increíble, nos produce un peso eterno de gloria” (2Co 4,17)".

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