miércoles, 18 de julio de 2018

Por nombre, Jesús (El nombre de Jesús - III)


“Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción” (Lc 2,21).

            Sus padres cumplen las prescripciones de la ley. Al circuncidar al niño le ponen por nombre “Jesús”, siguiendo así tanto el mandato recibido en sueños a José, como el anuncio del ángel a María (“le pondrás por nombre Jesús. Será grande...”).


            El nombre de Jesús Salvador va a ser, para siempre, dulzura para quien lo invoca, para quien clama a Jesús pidiendo salvación, clemencia, curación. En Jesús-Salvador “ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre” (Tit 3,4), es decir, en Jesús palpamos tangiblemente cómo Dios tiende su mano al hombre; experimentamos que Dios es verdadero “filántropo”, esto es, amigo del hombre, no su enemigo. 

         Al pronunciar el nombre de “Jesús”, estamos proclamando que Dios no es nunca adversario del hombre, ni quien le resta libertad, sino su verdadero amigo porque es pura Bondad y Gracia. Nadie ama más la humanidad, ni potencia y eleva lo humano, al hombre, como Dios mismo. “Cristo revela el hombre al hombre”[1]: en Jesús vemos lo que es la verdadera humanidad nueva, el hombre libre y auténtico, sin las cadenas del pecado, con el Corazón limpio, puro, misericordioso, manso, humilde. ¡Qué dulce, pues, que se llame “Jesús”!

            Exclama San Bernardo al predicar lleno de humilde adoración: 


         “¡Qué maravilla! Nadie ha callado este dulce nombre, pues yo lo necesitaba mucho. De lo contrario, ¿qué haría al saber que viene el Señor? ¿No me escondería como Adán, que en vano evitó el encuentro? ¿No me desesperaría al oír que llega por haber violado sus leyes, abusado de su paciencia, ingrato a sus beneficios? ¿Qué consuelo mayor podía encontrar fuera de esta dulce palabra, de este nombre reconfortante? Por eso, él mismo dice que no viene a condenar al mundo, sino a salvarlo. Ahora me acerco confiadamente a él y le suplico esperanzado. ¿Qué voy a temer cuando el Salvador viene a mi casa? Contra él sólo pequé. Quedará perdonado cuanto él perdone, pues puede hacer lo que quiera. Dios es quien salva; ¿quién puede condenar? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Por eso debemos alegrarnos, porque viene a nuestra casa; ahora será fácil alcanzar el perdón...
                
           Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lo que me falta a mí, Señor, lo suplo contigo. ¡Oh dulcísima reconciliación! ¡Oh satisfacción suavísima! ¡Oh reconciliación tan fácil como utilísima, satisfacción sencilla pero nada despreciable!”[2]
           



[1] JUAN PABLO II, Redemptor Hominis, n. 10.
[2] S. BERNARDO, Serm. 1, en la epifanía del Señor, nn. 3-4.

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