sábado, 30 de junio de 2018

El rostro de un católico santo



Tiempos de confusión. Tiempos de mezclarlo todo, de sincretismo. 

Tiempos de disimular para no destacar ni que a uno lo señalen con el dedo.

Tiempos de “lo políticamente correcto” para ser socialmente aceptado. 



Tiempos de relativismo (“todo vale”, “da igual”, no hay verdades ni existe la verdad, sólo opiniones). 

Tiempos de secularización, donde la fe se queda sólo en sentimiento y se reduce al ámbito de lo privado o íntimo, sin que pueda hacer resonar su voz en las graves cuestiones sociales y políticas, educativas y familiares, tiempos en que nos quieren hacer callar a los católicos. 

Tiempos difíciles, en que tener unos principios firmes y una clara identidad católica es tachado inmediatamente de “fundamentalismo”, “oscurantismo”, de “no ir con los tiempos” exhortándonos a ser “modernos”, “a ser de hoy”, acomodarnos a todo, ir adaptando el Evangelio, la doctrina y la moral según la mentalidad de cada momento, buscando lo cómodo, lo más popular y simpático, lo que queda bien y no cuestiona.

            Tiempos tan complicados y con ausencia de ideas claras y distintas, que compaginamos fácilmente el ser cofrades y no ir a misa y estar en contra de la Iglesia; el ser católicos y defender sin ningún problema de conciencia el divorcio e incluso el aborto y la eutanasia; el ser católicos y romper un matrimonio y una familia; el ser católicos y no cumplir con los principios de la justicia social y de la doctrina social de la Iglesia en los contratos laborales o en el pago de los salarios o en la creación de puestos de trabajo.


            Sí. Éste es el tiempo en que vivimos; ésta la mentalidad de la que tantas veces somos partícipes. Éstas son las contradicciones en las que caemos, las dificultades en las que tropezamos.

            ¿Cuál será el rostro del católico hoy?
            ¿Cómo debe ser un católico hoy?
            ¿Cuáles sus rasgos?
            ¿Qué lo debe definir?

            El reto está lanzado: ser católico hoy, marchando contracorriente, sí, seguro, está claro, pero ser católico hoy con una clara identidad católica, habiendo interiorizado y hecho carne el Evangelio en nuestras vidas y las enseñanzas de la Iglesia. Con sólidos fundamentos y coherencia de vida; sin avergonzarnos, ni escondernos, ni callarnos ante tantos atropellos, ni hacerle el juego a nadie; con humildad y sin orgullo ni arrogancia, pero con valentía: ser católicos en nuestra sociedad, ser católicos en nuestro mundo, sin permitir que nos arrinconen en las sacristías.  Aunque no nos entiendan o nos critiquen o nos juzguen anticuados o pasados de moda: “Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa...”

            Y este ser católico no es estar sin más apuntado a una cofradía, o sacar un santo a la calle, o cumplir algunos preceptos religiosos. Es más, mucho más, algo más grande, más hermoso y verdadero: es haberse encontrado con Cristo en la propia vida; es una espiritualidad en trato diario con Dios que afecta y da forma a todo cuanto somos y vivimos; es una doctrina porque Cristo es la Verdad; es un estilo de vida; es un sentido profundo y auténtico de la realidad; es poseer un gran amor a la Iglesia, a sus ministerios y carismas; es saberse poseedor de una gracia y convertirse en apóstol, colaborador activo, eficaz, y no pasivo y distante, en la evangelización y misión de la Iglesia.           

            El rostro del católico hoy será el de una persona que busca a Dios, que tiene experiencia de Dios y que todo lo mira, lo discierne y lo ama a la luz de Dios. Alguien que vive para hacer la voluntad de Dios y que confía plenamente en su Providencia.

            El rostro del católico hoy será el de quien se haya encontrado con Cristo y en Jesús haya descubierto su felicidad y plenitud y le sigue cargando con su cruz; que se acerca a Jesús en el Sacramento de la Eucaristía y de la confesión; que le escucha meditando su Evangelio.

            El rostro del católico hoy será el de quien se sabe miembro de la Iglesia, y en la Iglesia ha descubierto su hogar, su familia, y por tanto la considera como suya, la ama, colabora en su misión evangelizadora, contribuye también a su mantenimiento y autofinanciación, la defiende y la protege y acepta, humildemente, la palabra de la Iglesia.

            El rostro del católico hoy será el de alguien que une la fe y la razón, que nutre su inteligencia con una formación sólida y seria, con un conocimiento claro de las Escrituras y del Catecismo de la Iglesia Católica, que conoce la doctrina de la Iglesia, que lee, que participa en todos los medios que la Iglesia ofrece de catequesis y formación (catequesis de adultos, retiros, cursillos de cristiandad, conferencias, charlas, Escuela de padres, etc.), porque la ignorancia siempre es un mal, y la fe no se opone a la razón, sino que la ilumina plenamente.

            El rostro del católico hoy será el de quien, viviendo según el espíritu del Evangelio concretado en la moral católica, tenga, asimismo, una clara conciencia social, edifique el Reino de Dios en esta sociedad, haga de su matrimonio y su familia una Iglesia doméstica, participe en la vida civil y política desde los principios evangélicos (¡qué necesidad tenemos de políticos católicos!), sea sensible a la pobreza material y espiritual trabajando por una justa distribución de la riqueza y el desarrollo de los países y zonas empobrecidos, por la paz sin concesiones irenistas, por los derechos humanos tantas veces conculcados, por la vida desde su concepción hasta su muerte natural, por una calidad en la enseñanza y en la educación que se unifica en la enseñanza religiosa y en la cosmovisión que ofrece, que se preocupan por crear una cultura realmente humanista desde el humanismo cristiano. Católicos que miran el mundo con una mirada de amor, como la de Dios.

            El rostro del católico hoy no puede ser otro que el de un hombre profundamente de Dios y de Iglesia.
           
            Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que nos dice: “Creed en Dios y creed también en mí”.

          Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que nos dice: “Haced esto [la Santa Misa] en conmemoración mía”.

            Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que nos dice: “vende lo que tienes, da el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.

            Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que nos dice: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

            Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que nos dice: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”.

            Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que nos dice: “velad y orad para no caer en tentación”.

            Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que nos dice: “estuve enfermo, pobre, desnudo, en la cárcel, con hambre... a mí me lo hicisteis”.

            Así lo quiere Jesús, el mismo Jesús que hoy, a ti y a mí, con voz clara, firme, sin vacilaciones, se dirige a tu corazón y al mío, diciéndonos: “Tú ven y sígueme”. Y ojalá como Pedro y Andrés, Santiago y Juan, dejemos las redes y cuanto nos ata, y sigamos a Jesús. Por siempre. Para siempre.

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