jueves, 8 de marzo de 2018

Miserere - Misericordia, Dios mío, por tu bondad



            Cada viernes se canta el Miserere. 

           
            ¿Qué le decimos a Dios en el Miserere?
             
             ¿Qué es, en definitiva, el Miserere que cada viernes la Liturgia canta y en muchos lugares se entona delante de alguna imagen del Señor con la cruz o Crucificado?



            Es un salmo, el salmo 50 del libro de los Salmos, y que entra dentro del grupo de los siete salmos penitenciales, aquellos salmos en que reconociéndonos pecadores, con pecados concretos nos acercamos en la oración a Dios implorando su perdón y misericordia. Es el hombre pecador que se acerca a Dios, su Padre compasivo y misericordioso, cual hijo pródigo. En efecto; la verdad es que, juntamente con la parábola del hijo pródigo, es la más grandiosa meditación que se haya escrito sobre el pecado y la misericordia de Dios. Y si hiciéramos un estudio comparativo, hallaríamos versículos muy parecidos en los dos textos. Jesús y sus oyentes tendrían como melodía de fondo el Miserere al exponer a los fariseos arrogantes la parábola del hijo pródigo.

            Este salmo lo escribió el rey David, en el s. IX a.C., confesando su pecado, el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de Urías, el esposo deshonrado, cuando el profeta Natán le hizo caer en la cuenta de la abominación en la que había incurrido; y siglos después se le añadieron otros versículos, la última parte del salmo, cuando el pueblo de Israel vuelve a su tierra tras el exilio de Babilonia y todo lo encuentra derruido y asolado: “Benigne fac, Domine, in bona voluntate tua Sion, ut aedificentur muri Jerusalem”, “Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén” (Sal 50,20).

            ¿De qué habla el Miserere?

            El salmo 50 repite en sus estrofas iniciales la realidad del pecado, su maldad, su perversidad que está patente a los ojos de Dios y que provoca arrepentimiento y dolor en el alma del pecador. El pecado es un mal esencial, es la muerte del alma que se aleja de Dios, es una infidelidad a Dios de quien uno se aparta para ir por senderos torcidos y tortuosos. Entonces se apela al corazón de Dios: “Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam; et secundum multitudinem miserationum tuarum, dele iniquitatem meam”, “misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión obra mi culpa”.

            El pecador entonces presenta a Dios su pecado pues ha examinado su conciencia, le duele su pecado y no lo oculta ni lo disimula ni lo niega: ¡lo confiesa arrepentido! Y eso mismo hacemos cada viernes al cantarlo: “Quoniam iniquitatem meam ego cognosco, et peccatum meum contra me est semper”, “pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado”.

            Y más duele el pecado personal, concreto, cuanto que es una ofensa a Dios, una negación de su amor, una infidelidad a su Alianza: “Tibi soli peccavi, et malum coram te feci”, “contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” o “ante ti cometí la maldad”. No. No somos tan buenos como nos creemos, ni tan inocentes, ni podemos decir que no tenemos pecado, porque cantamos en el Miserere: “ecce enim in iniquitatibus conceptus sum, et in peccatis concepit me mater mea”: “Mira en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 50,7). Realidad dramática del hombre pecador:  ¿quién se atreverá a afirmar que él es inocente, puro, que no tiene ningún pecado, que es perfecto? Ya lo advertía el apóstol San Juan: “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros... Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él [a Jesús] mentiroso” (1Jn 1, 8. 10).

            Entonces, con sinceridad, con humildad, elevamos una petición en la que se juega nuestra vida: “Cor mundum crea in me, Deus, et spiritum rectum innova in visceribus meis”, “oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 50,12).  Nos sobra arrogancia; nos situamos ante Dios como el fariseo que presumía de lo bueno que hacía, de los preceptos que cumplía, y nos falta la humildad del publicano que sólo se atrevía a decir: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”. ¿Qué le agrada a Dios? ¿Algo exterior, una promesa? ¡Dios quiere un corazón sencillo, dócil, arrepentido y confiando siempre en Él! “Sacrificium Deo spiritus contribulatus; cor contritum et humiliatum, Deus, nos despicies”, “mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, Dios mío, no lo desprecias” (Sal 50,19).

            Éste es, a grandes trazos, el contenido del Miserere, el salmo que cantamos cada viernes.

            Éste es el Miserere, ésta nuestra petición de perdón a Dios. Para que sea sincera, debe realizarse con una clara conciencia de nuestro ser pecador y de nuestros pecados. ¡Nadie puede decir que está sin pecado! Brevemente, por ejemplo, recordemos los siete pecados capitales, origen y raíz de otros muchos pecados. La soberbia que incluye el orgullo de creernos siempre mejores que los demás. La envidia que sufre por el bien del prójimo. La avaricia, el deseo desordenado y cegador de tener más y más, poniendo como único dios el dinero y el prestigio social. La ira por la que volcamos la cólera contra los demás. La lujuria que busca satisfacer como sea el apetito desordenado de la sexualidad y no educa la afectividad. La gula donde sólo se piensa en comer y beber hasta el exceso. Y por último, la pereza, por la que dejamos o posponemos demasiado nuestras obligaciones, sobre todo, nuestras obligaciones religiosas para con Dios. ¿Quién puede decir que está sin pecado?

            Cantar el Miserere es un adelanto y una preparación para confesarse, para hacer una buena confesión. El canto del Miserere, al ser una súplica penitencial, nos lleva al confesionario, al sacramento de la Reconciliación, a confesar con frecuencia para vivir en gracia y recibir en el Sacramento de la Penitencia el abrazo de la Misericordia de Dios. Seamos, pues, sinceros al cantar el Miserere.

            Cantemos el Miserere, sí, para acudir al sacerdote y hacer una buena e íntegra confesión.

            Cantemos el Miserere, sí, por supuesto, y que sea una preparación para asistir a la Santa Misa donde se ofrece la víctima de propiciación por nuestros pecados.

            Cantemos el Miserere, sí, para llevar una vida cristiana por medio de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, de la confesión frecuente y de la Misa, sacramentos sin los cuales no puede sostenerse una vida que sea y se llame cristiana.

            Cantemos el Miserere, sí, con dolor de los pecados, cargando con nuestros pecados, reparando por nuestros pecados y expiando los pecados de la humanidad.

            Jesús, Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

            Iesu, Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis. Amén.



2 comentarios:

  1. Purifícame con hisopo y quedaré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve.

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