viernes, 24 de febrero de 2017

La paciencia y la esperanza (y IV)

Los dinamismos de la paciencia, cuando se conocen, son una ayuda para vivir pacientemente, aguardando, sosteniendo la esperanza, la gran esperanza, que Dios nos ha concedido.

Ya vimos cómo lo específicamente nuestro es teologal, y ahora hemos de imitar la paciencia de nuestro Dios, así como la paciencia del mismo Cristo en su Encarnación, en su vida entera, en su predicación y, por supuesto, la paciencia de Cristo en su Pasión.

Los profetas, los grandes santos del Antiguo Testamento, los mártires cristianos, son ejemplos sublimes de paciencia porque aguardaban y esperaban algo mucho mayor. En vistas a la esperanza prometida, vivieron y sufrieron pacientemente.

Claro que no por nuestras fuerzas, en versión libre del pelagianismo, sino por la obra interior que construye el Espíritu Santo, nosotros podremos vivir tal paciencia, sublime, heroica, mansa y dulce.

Pero sigamos dando pasos con el artículo de Jean-Louis Bruguès, en Communio, ed. francesa, IX, 4, julio-agosto 1984.


"En cada pecado, la impaciencia

De manera curiosa, cuando santo Tomás estudia la virtud de la paciencia, no aborda los vicios que se le oponen, contrariamente a su método de exposición habitual. Quizás es porque la impaciencia no designa una actitud moral particular, sino más bien la fuente, el primer movimiento de todo pecado. Cuando en el relato del Génesis la serpiente evoca delante de Eva la perspectiva de "ser como dioses" (Gen 3,5), la mujer no manifiesta ninguna sorpresa. Lo sabía. La creación a imagen de Dios no debe intepretarse de manera estática. Hay que verla también como la inauguración de un proceso de "divinización". Creado a su imagen, el hombre sabe que se convertirá en semejante a Dios y que lo verá tal cual es (1Jn 3,12). Así la tentación de la serpiente no se dirige al término, sino a los medios. Sin duda se ha favorecido exageradamente una lectura prometeica del relato bíblico: se ha hecho del "pecado original" un pecado de orgullo y revuelta. Eva quiso todo -convertirse en Dios- y su aspiración se justifica porque está inscrita en la lógica de la creación. 


Pero lo quiso todo enseguida; quiso obtenerlo por sus propios medios, comiendo el fruto prohibido. Rechazó la duración; no quiso esperar el desarrollo de la plenitud prometida en el tiempo; buscó conseguirlo en el instante. Si, con muchos teólogos contemporáneos, consideramos que la parábola del hijo pródigo es la lectura que Jesús proponía del pecado llamado "original", veremos ratificadas nuestras intuiciones. El más joven de los hijos reclama al padre "la parte que le toca de la herencia", precisa el texto. El pecado no se dirige al hecho de pedir esta parte; el hijo tiene derecho a ella. Pero rechaza esperar. Necesitaría del tiempo y por tanto de la paciencia para aprender no a administrar, sino a disfrutar. Más que recibirlo y vincularse así al deseo del otro, quiere asegurarse él mismo su disfrute. Su lema podría ser el de los niños mimados: "Lo quiero todo y enseguida". Parte para llevar una vida según su conveniencia, sólo puede derrochar. Queriendo afirmar muy pronto su libertad, cae en la esclavitud de los demás: llegar a ser libre es también un asunto de paciencia.

En la raíz del pecado de los orígenes, pero también de toda clase de pecados ya que el primero constituye su prototipo, la forma arquetípica, se encuentra la impaciencia. Es raro que en nuestras caídas no nos agarremos a Dios mismo. Somos sin duda menos orgullosos que lo que se ha querido hacernos creer. Pero, sin querer romper por tanto nuestra amistad con el Padre, preferimos elegir nuestro camino y obtener por nosotros mismos lo que se nos prometió. La decisión del pecado se dirige a los medios, casi nunca al término. En el pecado preferimos el instante a la duración.

La paciencia acompañada

Que nadie se equivoque con la aparente modestia de la paciencia. Es una virtud fundamental, en el sentido literal del término. Garantiza nuestro equilibrio. Asegura nuestra esperanza. Protege todas las otras virtudes contra los desórdenes que provoca la impaciencia. A veces dos peligros la amenazan a su vez, pero desde el interior: la sequedad y la pasividad.

En razón de lo que supone de esfuerzo voluntario y de tenacidad, la paciencia puede presentarse a nosotros con rasgos duros, casi ariscos. Por tanto, no es insensibilidad. Para ser plenamente convincente, debe acompañarse de la dulzura. Estas dos cualidades morales han sido muy pronto asociadas en la reflexión cristiana. Casiano hablaba ya de "la dulzura inalterable de la paciencia" sin la cual nadie llegará a salvaguardar la castidad del corazón. Santo Tomás explica así la articulación de las virtudes entre ellas: "La paciencia es una obra perfecta cuando trata de soportar las pruebas. Estas engendran primero la tristeza que modera la paciencia, luego la cólera que modera la dulzura, después el odio que rechaza la caridad, por último el daño que hace al prójimo prohibido por la justicia" (IIa IIae q. 136, a. 2, ad primum).

En cuanto a san Francisco de Sales, le gustaba repetir, con su sabroso francés,que se cogen más moscas con la miel que con un tonel de vinagre. "Vale más hacer penitentes por la dulzura -escribe- que hipócritas por la severidad"; después en una de sus cartas: "Tened cuidado en practicar la humilde dulzura que debéis a todo el mundo; porque es la virtud de las virtudes que Nuestro Señor tanto recomendó; y si llegáis a contravenirla, no os turbéis en absoluto; sino que con toda confianza, volved sobre vuestros pasos para marchar de nuevo en paz y dulzura como antes". La dulzura desarma la violencia.

Por la paciencia, soportamos los golpes de la existencia. Pero en moral cristiana, no se podría interpretar como una pasividad, una apatía, una falta de audacia o de imaginación. No nos hace sufrir la vida. Nos empuja a hacernos cargo de ella y construirla. Nos invita a ver a lo grande, a hacer a lo grande -tomando a Dios como modelo.

La verdadera paciencia concuerda mal con una fraseología de la humildad a la que no siempre se supo resistir cierta literatura espiritual. Más bien remite a otro rostro de la humildad que es la magnanimidad. Quizás nos parece una palabra en desuso. Lo que abarca no nos puede dejar indiferentes, porque evoca el impulso, el valor, la nobleza que nos lleva a obras de calidad y que exige una justa estima de lo que somos y de lo que podemos emprender. Por la magnanimidad, damos la plena medida de nosotros mismos. Mobiliza todos nuestros resortes. Aparta esta inquietud que llevamos en lo más profundo de nosotros mismos: "¿Soy capaz de verdad de llegar allí?" Rompe la obsesión del fracaso. Nos convierte a la esperanza".


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Un racimo de virtudes tienen como principal eje la paciencia. Las hemos visto. Y todas ellas nos conducen a vivir la esperanza.

Claro que se requiere un trabajo interior -dominio de uno mismo, por ejemplo- y de acción del Espíritu Santo; pero hablar de paciencia significa siempre valentía, ánimo, fortaleza, disponibilidad, y nada de resignación, frialdad, apatía.

Concluimos así estas cuatro catequesis sobre la paciencia y la esperanza, que creo han sido enjundiosas por su visión amplia y completa.

3 comentarios:

  1. ¡Qué bella entrada! Para los impacientes por carácter nos hace mucho bien.

    Señor,dame paciencia para comprender y esperar.

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  2. ¡Qué falta nos hace a todos la paciencia!

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  3. Verdaderamente magistral. Muchas gracias don Javier. con su permiso hago mia su entrada. Dios le bendiga en abundancia.

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