lunes, 6 de junio de 2016

Ofrecernos (1ª participación interior)

Veíamos en una anterior catequesis que la participación interna, interior, de los fieles, de todos los fieles, se fundamentaba en unas disposiciones internas. Ahora tenemos que detenernos en verlas.

Participar interiormente es, primero, ofrecernos; ofrecer y ofrecernos a Dios, entregándonos a Él como hostia viva, santa, agradable a Dios; ofrecer y ofrecernos como oblación perenne, como ofrenda permanente.


a) Ofrecernos

            La participación interior conduce a ofrecernos con Cristo al Padre para vivir su voluntad. Expropiados de nosotros mismos, como la Virgen María, esclava del Señor, dejamos que el Señor tome todo y disponga en nosotros, según su plan de amor.

            -Lo que Él nos da

            Cuanto tenemos, lo hemos recibido (cf. 1Co 4,7). Es don y gracia del Señor. Incluso nosotros mismos somos un regalo de Quien nos ha creado por amor, nos ha redimido y nos da el ser hijos suyos. En el pan y en el vino se concretan todos los dones que Dios nos ha entregado, de manera que en la liturgia le ofrecemos, realmente, de lo que lo Él nos ha dado; así reza, por ejemplo, el Canon romano: “te ofrecemos, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio”, “de tuis donis ac datis”. Reconocemos así que todo nos viene dado, que es gracia y amor. “Acepta, Señor, los dones que te presenta la Iglesia y que tú mismo le diste para que pueda ofrecértelos”[1]; “te presentamos, Señor, estos dones que tú mismo nos diste para ofrecer en tu presencia”[2].

            La primacía la tiene el Señor, y así la liturgia, una vez más, nos revela que es teocéntrica, es decir, que su centro es Dios y no el protagonismo del hombre, y que cuanto podemos ofrecerle es porque Él nos lo ha dado, no por nuestros compromisos y logros. No es una manifestación de nuestro poder humano (¿acaso construiremos Babel?), sino la ofrenda pura de reconocimiento de su bondad (Abel así lo hizo). “Te ofrecemos, Señor, estos dones que tú mismo nos diste; haz que lleguen a ser para nosotros prueba de tu providencia sobre nuestra vida mortal”[3].

            Es la generosidad de Dios la que se pone de relieve, poniendo en nuestras manos la ofrenda que Él espera: “recibe, Señor, las ofrendas que podemos presentar gracias a tu generosidad”[4]; y aquí se produce un admirable intercambio –como lo llaman los Padres de la Iglesia- porque en esa ofrenda que entregamos recibimos a cambio al mismo Cristo: “para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo”[5].

            Dios mismo ha instituido este sacrificio espiritual, el sacrificio eucarístico, para que pudiéramos ofrecer: “recibe, Señor, este sacrificio que tú mismo has querido que te ofreciéramos”[6]; “Señor, Dios nuestro, tú mismo nos das lo que hemos de ofrecerte”[7].

            -Nosotros nos entregamos

            Los dones eucarísticos, pan y vino, que se llevan en procesión al altar, constituyen la ofrenda de cada uno de los fieles, de su propia vida y corazón. Nosotros mismos nos entregamos a Dios en el altar: “Haz, Señor, que te ofrezcamos siempre este sacrificio como expresión de nuestra propia entrega[8]. Las ofrendas (solamente el pan y el vino llevados al altar) poseen un alto sentido espiritual: en ellos están contenidos místicamente los fieles que se ofrecen con Cristo: “Te rogamos, Señor, que nuestra vida sea conforme con las ofrendas que te presentamos”[9]. La entrega cotidiana al plan de Dios, el trabajo santificador, la obediencia amorosa a su voluntad, se presentan en el altar: “acepta, Señor, estas ofrendas, signo de nuestra entrega a tu servicio”[10].
           
            Ese ofrecimiento nos convierte en víctimas con Cristo Víctima, en sacerdotes por el bautismo junto con el Sacerdote Eterno, Jesucristo, y esto no sólo un momento, sino como una situación permanente, constante: “santifica, Señor, estos dones que te presentamos, y transfórmanos por ellos en ofrenda perenne a tu gloria”[11], “santifica, Señor, estos dones, acepta la ofrenda de este sacrificio espiritual y a nosotros transfórmanos en oblación perenne[12]. “La ofrenda que te presentamos nos transforme a nosotros, por tu gracia, en oblación viva y perenne[13].

            Seremos entonces un sacrificio, una ofrenda agradable a Dios: “Concédenos, por la eficacia de este sacrifico, llegar a transformarnos en ofrenda agradable a tus ojos”[14]; “concédenos… convertirnos en sacrificio agradable a ti, para la salvación de todo el mundo”[15]; “que su eficacia nos purifique de nuestros pecados, para que podamos presentarnos a ti como ofrenda agradable a tus ojos”[16].

            -Unidos a la ofrenda de Cristo mismo

            Ofrecidos, como víctimas para alabanza de su gloria, estaremos unidos con Cristo para hacer, siempre y en todo, la voluntad del Padre: “haz que unida [la Iglesia] a Cristo, su cabeza, se ofrezca con él a tu divina majestad y cumpla tu voluntad”[17]. Nuestra ofrenda cobra valor cuando está unida a Cristo, cuando la incluimos en la ofrenda que hizo Cristo de sí mismo. “Haz que en perfecta unión con él [Cristo], te ofrezcamos una digna oblación”[18], “Jesucristo, nuestro Mediador, te haga aceptables estos dones, Señor, y nos presente juntamente con él como ofrenda agradable a tus ojos”[19].

            -Es el mayor culto que tributamos

            La ofrenda del sacrificio eucarístico, que es la ofrenda del mismo Cristo al Padre en su sacrificio, nos implica a nosotros, participantes. Junto al sacrificio de Cristo en la Eucaristía va nuestro propio sacrificio y ofrenda. Aquí se muestra el mayor culto que podemos tributar a Dios: la ofrenda eucarística, el sacrificio de Cristo “a ti Dios, Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo”. Ofrecemos el mismo sacrificio de Cristo al Padre: “mira, Señor, los dones de tu Iglesia, que no son oro, incienso y mirra, sino Jesucristo, tu Hijo, al que aquellos dones representaban y que ahora se inmola y se nos da en comida”[20]. El sacrificio de la Eucaristía, que es de Cristo y de su Iglesia, es el mayor culto, la liturgia perfecta, que podamos ofrecer: “acepta, Señor, en la fiesta solemne de la Navidad esta ofrenda que nos reconcilia contigo de modo perfecto, y que encierra la plenitud del culto que el hombre puede tributarte”[21]. Y este mayor culto nos reconcilia con Dios: “Señor, que esta oblación, en la que alcanza su plenitud el culto que el hombre puede tributarte, restablezca nuestra amistad contigo”[22].

            -Presentamos todo lo que vivimos

            Lo que somos, lo que hacemos, lo que vivimos; el dolor y la alegría, el trabajo y el apostolado, la mortificación y los sacrificios, todo queda incluido en la ofrenda del altar y en la ofrenda del pan y del vino se contiene todo lo nuestro: “te pedimos, Señor, que quienes nos disponemos a celebrar los santos misterios, tengamos la alegría de poder ofrecerte, como fruto de nuestro penitencia cuaresmal, un espíritu plenamente renovado[23].

            Nuestro trabajo es el modo de santificación de lo cotidiano en el mundo, y así el trabajo diario es materia que se ofrece en el altar de Dios: “acepta, Señor, los dones de tu Iglesia en oración, y haz que, por el trabajo del hombre que ahora te ofrecemos, merezcamos asociarnos a la obra redentora de Cristo”[24]. Todo lo humano es incluido en la ofrenda al Padre con Cristo: “recibe, Señor, los dones que te presentamos confiados y haz que nuestras tristezas y amarguras lleguen a tener ante tus ojos el valor de un sacrificio verdadero[25].

            La Eucaristía nos convierte en “ofrenda permanente”, “víctimas vivas para alabanza de tu gloria”. Esa participación interior de los fieles nos convierte en ofrendas vivas al Señor, oblación perenne. Es el sentido espiritual de la participación interior que queda, además, subrayado por los distintos formularios de la monición sacerdotal:

“Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”.

“Orad, hermanos, para que llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, ofrezcamos el sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso”.

“En el momento de ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia, oremos a Dios, Padre todopoderoso”.


[1] OF (: Oración sobre las ofrendas), 21 diciembre.
[2] OF, Miérc. I Cuar.
[3] OF, Martes IV Cuar.
[4] OF, XVII Dom. T. Ord.
[5] OF, XX Dom. T. Ord.
[6] OF, Miérc. VII Pasc.
[7] OF, VIII Dom. T. Ord.
[8] OF, Dom. III Adv.
[9] OF, Dom. I Cuar.
[10] OF, Lunes I Cuar.
[11] OF, Stma. Trinidad.
[12] OF, Sábado II Pasc.
[13] OF, Común de Santa María, II.
[14] OF, San Vicente de Paúl, 27 de septiembre.
[15] OF, San Andrés Kim Taegon, 20 de septiembre.
[16] OF, Sábado después de ceniza.
[17] OF, Por la Iglesia, D.
[18] OF, Votiva Sgdo. Corazón.
[19] OF, Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.
[20] OF, Epifanía.
[21] OF, Natividad, Misa del día.
[22] OF, 23 de diciembre.
[23] OF, Lunes V Cuar.
[24] OF, Por la santificación del trabajo, B.
[25] OF, En cualquier necesidad, B.

2 comentarios:

  1. Una anécdota:

    El Beato Josemaría Escrivá, muy en los comienzos del Opus Dei, allá por los primeros años 30, trabajaba como capellán de las religiosas agustinas recoletas del Patronato de Santa Isabel. Él acostumbraba a pedir oraciones a muchas personas -sacerdotes, enfermos...- por una intención suya, que no era otra cosa que la Obra que Dios le había inspirado el 2 de octubre de 1928.

    Cerca de la iglesia del Patronato solía situarse una mendiga para pedir limosna y Don Josemaría se la encontraba habitualmente. Un día se acercó a ella y, como refirió muchos años después, le dijo:

    -Hija mía, yo no puedo darte oro ni plata; yo, pobre sacerdote de Dios, te doy lo que tengo: la bendición de Dios Padre Omnipotente. Y te pido que encomiendes mucho una intención mía, que será para mucha gloria de Dios y bien de las almas. ¡Dale al Señor todo lo que puedas!

    Al poco tiempo dejó de verla. Pero se la acabó encontrando en uno de los hospitales donde acostumbraba por esa época a prestar servicios materiales y espirituales a los enfermos.

    -Hija mía, ¿qué haces tú aquí, qué te pasa?

    Ella le miró sonriente. Estaba gravemente enferma. El sacerdote le indicó que al día siguiente la encomendaría especialmente en la Misa para que se curara. La mendiga respondió:

    -Padre, ¿cómo no entiende? Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida.

    Cfr. J.M. Cejas, José María Somoano

    Señor Jesús, sacerdote eterno, que has querido que tu pueblo participara de tu sacerdocio:haz que ofrezcamos siempre sacrificios espirituales, agradables al Padre (de las Preces de Laudes)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Esta anécdota se contaba cuando todavía era beato, san Josemaria.

      Eliminar