domingo, 1 de junio de 2014

En la escuela del Espíritu (Preces de Laudes de Pascua - y



Congregados en oración, los hijos de la Iglesia no cesan de pedir el pleno cumplimiento de las promesas y un nuevo y eficaz Pentecostés. La súplica eclesial recuerda, en las distintas preces de Laudes, la multiforme acción del Santo Espíritu.


            El Espíritu dirige a los hijos de Dios para vivir filialmente orientando la vida: “Señor Jesús, haz que nos dejemos llevar durante todo el día por el Espíritu Santo y que siempre nos comportemos como hijos de Dios” (Dom VII).

            El Espíritu, “que lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios” (1Co 2,10), conduce a penetrar más en el Misterio, conocerlo y amarlo, asombrándonos de su grandeza y de su amor: “Danos, Señor, el sentido de Dios, para que, ayudados por tu Espíritu, crezcamos en el conocimiento de ti y del Padre” (Dom VII).

            Si tenemos el Espíritu Santo, y seguimos sus mociones y sus gracias, seremos miembros vivos de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, porque participamos de la vida de Cristo en sus miembros: “Concédenos vivir de tu Espíritu, para ser de verdad miembros vivos de tu cuerpo” (Lun VII), ocupando cada cual su lugar en este Cuerpo.

            El Espíritu Santo santifica las almas fieles, las enriquece con sus dones, gracias y carismas, le concede sus frutos abundantes: “Colma nuestra fe de alegría y paz, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, desbordemos de esperanza” (Lun VII).

            También el Espíritu Santo dirige la vida cristiana y así la palabra de Cristo halla eco en los corazones, se vive en alabanza y acción de gracias, brota el himno jubiloso en los labios: “Que tu palabra, oh Cristo, habite entre nosotros en toda su riqueza, para que te demos gracias con salmos, himnos y cánticos, inspirados por el Espíritu” (Mart VII). La oración cristiana es una oración espiritual ya que nace por el Espíritu Santo en el alma y nos enseña a orar como conviene. El mismo Espíritu que nos da el sentido de Dios y nos permite ahondar en nuestra filiación divina, conduce a reconocernos como hijos de Dios, a vivir como tales hijos, y a invocar a Dios como Padre: “Tú que por medio del Espíritu nos hiciste hijos de Dios, haz que, unidos a ti, invoquemos siempre a Dios como Padre, movidos por el mismo Espíritu” (Mart VII).

            El Espíritu Santo nos convencerá del pecado del mundo (cf. Jn 16,8-11), mostrándonos su maldad al rechazar a Dios y oponerse a Él. Nos desvela los mecanismos seductores del Maligno y nos alerta de la mundanidad para que vivamos en la Verdad, libres y santos: “No permites que nos seduzca el espíritu del mundo, que yace en poder del Maligno, y haznos siempre dóciles al Espíritu que procede de ti” (Mier VII).

Con nuestro pecado y nuestra cerrazón a la gracia, es verdad que podemos extinguir el Espíritu (cf. 1Ts 5,19), que podemos apagar el Espíritu, pero abriendo nuestra alma a Dios lo mejor que podemos desear es que sea el Espíritu Santo el huésped de nuestras almas y “no lo contristemos” (cf. Ef 4,30): “Envía tu Espíritu, huésped deseado de las almas, y haz que nunca lo pongamos triste” (Juev VII).

            El Espíritu, que es siempre Espíritu de unidad y comunión, crea lazos inseparables con Dios para que nada ni nadie nos aparte de su amor: “Haz que el Espíritu nos mantenga unidos a ti, para que ni la aflicción, ni la persecución, ni los peligros nos aparten nunca de tu amor” (Juev VII).

            El Espíritu “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26), es el gran orante que intercede por nosotros pero que también ora en nosotros: “Padre todopoderoso, envíanos tu Espíritu que interceda por nosotros, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene” (Vier VII).

            Es fuego y luz, claridad diáfana, que todo lo transfigura: “Envíanos tu Espíritu, luz esplendorosa, y haz que penetre hasta lo más íntimo de nuestro ser” (Vier VII).

            Así transformados, el Espíritu nos convierte en testigos valientes y eficaces de Cristo y su Evangelio, proclamando que “Jesús es Señor” (1Co 12,3) por la acción de su Espíritu: “Envíanos, Señor, tu Espíritu Santo, para que ante los hombres te confesemos como Señor y rey nuestro” (Sab VII).

            Los dones de Dios se dan sin medida pero hay que estar disponibles para su recepción, recibiéndolos agradecidos: “Dispón con tu gracia el corazón de los fieles, para que acojan con amor y alegría los dones del Espíritu” (Sab VII). Entre esos dones está la fortaleza que transforma nuestra debilidad interior: “Danos la fortaleza del Espíritu Santo, y haz que sane y vigorice lo que en nosotros está enfermo y débil” (Sab VII). El Espíritu es la Fuerza de Dios, la salud de lo enfermo, el vigor para lo decaído.

            Cristo glorificado es el Señor del Espíritu; Él, glorificado derrama el Espíritu, y Éste prolonga y actualiza la acción y la Palabra de Cristo. Por eso no hay oposición alguna entre Cristo y el Espíritu, sino continuidad, ni nadie puede arrogarse el Espíritu para ir contra Cristo y su Iglesia o para justificar sus doctrinas ideologizadas como provenientes del Espíritu frente a la doctrina cristiana transmitida por la Iglesia.

            ¡Cristo es el Señor del Espíritu!: “Señor Jesús, que elevado en la cruz, hiciste que manaran torrentes de agua viva de tu costado, envíanos tu Espíritu Santo, fuente de vida!” (Pentecost).

            Por el Espíritu Santo, Jesucristo, que todo lo hace nuevo (cf. Ap 21,5), “renueva la faz de la tierra” (Sal 103), dando inicio a la nueva creación: “Tú que, glorificado por la diestra de Dios, derramaste sobre tus discípulos el Espíritu, envía este mismo Espíritu al mundo para que cree un mundo nuevo” (Pentecost).

            En el discurso de la Última Cena, en la oración sacerdotal, Jesús prometió enviar el Espíritu santo que nos lo enseñaría todo y nos llevaría a la verdad plena (cf. Jn 14,26; 16,13); es ahora, en Pentecostés, el tiempo cumplido de la promesa; ahora se realiza; por eso se suplica: “Tú que prometiste darnos el Espíritu Santo para que nos lo enseñara todo y nos fuera recordando todo lo que nos habías dicho, envíanos este Espíritu para que ilumine nuestra fe” (Pentecost).

            Finalmente, como Cristo dio testimonio del Padre, el Espíritu Santo da ahora testimonio de Cristo (cf. Jn 15,26); toma de lo que es de Cristo y lo glorifica (cf. Jn 16,14). El testimonio del Espíritu sobre Cristo nos da certeza interior, ofrece una convicción irrebatible, nos conduce a la verdad: “Tú que prometiste enviarnos el Espíritu de la verdad para que diera testimonio de ti, envíanos este Espíritu para que nos haga tus testigos fieles” (Pentecost).

            Así de variada y rica es la doctrina sobre el Espíritu Santo que la liturgia ofrece en su plegaria eclesial. Rezando atentamente, reconoceremos que la liturgia es una cátedra de teología, pero que es teología hecha oración, oración que está transida de teología, de fe de la Iglesia.


2 comentarios:

  1. La Iglesia es el Templo del EspÍritu Santo. El Espíritu es como el alma del Cuerpo Místico, principio de su vida, de la unidad en la diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas

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  2. El ESPÍRITU SANTO, actúa constantemente, e imperceptiblemente. Intuyo que tiene la manía de querer ser visible en lo imperceptible. Tan cerca y tan cerca y tan cotidiano y tan intangible. Cómico y misterioso. Insondable y cotidiano. ¡¿Hay quién de más?!. Alabado sea DIOS. Sigo rezando. DIOS les bendiga.

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