Congregados en oración, los hijos
de la Iglesia
no cesan de pedir el pleno cumplimiento de las promesas y un nuevo y eficaz
Pentecostés. La súplica eclesial recuerda, en las distintas preces de Laudes,
la multiforme acción del Santo Espíritu.
El
Espíritu dirige a los hijos de Dios para vivir filialmente orientando la vida:
“Señor Jesús, haz que nos dejemos llevar durante todo el día por el Espíritu
Santo y que siempre nos comportemos como hijos de Dios” (Dom VII).
El
Espíritu, “que lo sondea todo, incluso lo
profundo de Dios” (1Co 2,10), conduce a penetrar más en el Misterio, conocerlo
y amarlo, asombrándonos de su grandeza y de su amor: “Danos, Señor, el sentido
de Dios, para que, ayudados por tu Espíritu, crezcamos en el conocimiento de ti
y del Padre” (Dom VII).
Si
tenemos el Espíritu Santo, y seguimos sus mociones y sus gracias, seremos
miembros vivos de la Iglesia,
Cuerpo de Cristo, porque participamos de la vida de Cristo en sus miembros:
“Concédenos vivir de tu Espíritu, para ser de verdad miembros vivos de tu
cuerpo” (Lun VII), ocupando cada cual su lugar en este Cuerpo.
El
Espíritu Santo santifica las almas fieles, las enriquece con sus dones, gracias
y carismas, le concede sus frutos abundantes: “Colma nuestra fe de alegría y
paz, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, desbordemos de esperanza” (Lun
VII).
El
Espíritu Santo nos convencerá del pecado del mundo (cf. Jn 16,8-11),
mostrándonos su maldad al rechazar a Dios y oponerse a Él. Nos desvela los
mecanismos seductores del Maligno y nos alerta de la mundanidad para que
vivamos en la Verdad,
libres y santos: “No permites que nos seduzca el espíritu del mundo, que yace
en poder del Maligno, y haznos siempre dóciles al Espíritu que procede de ti”
(Mier VII).
Con
nuestro pecado y nuestra cerrazón a la gracia, es verdad que podemos extinguir
el Espíritu (cf. 1Ts 5,19), que podemos apagar el Espíritu, pero abriendo
nuestra alma a Dios lo mejor que podemos desear es que sea el Espíritu Santo el
huésped de nuestras almas y “no lo
contristemos” (cf. Ef 4,30): “Envía tu Espíritu, huésped deseado de las
almas, y haz que nunca lo pongamos triste” (Juev VII).
El
Espíritu, que es siempre Espíritu de unidad y comunión, crea lazos inseparables
con Dios para que nada ni nadie nos aparte de su amor: “Haz que el Espíritu nos
mantenga unidos a ti, para que ni la aflicción, ni la persecución, ni los
peligros nos aparten nunca de tu amor” (Juev VII).
El
Espíritu “intercede por nosotros con
gemidos inefables” (Rm 8,26), es el gran orante que intercede por nosotros
pero que también ora en nosotros: “Padre todopoderoso, envíanos tu Espíritu que
interceda por nosotros, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene”
(Vier VII).
Es
fuego y luz, claridad diáfana, que todo lo transfigura: “Envíanos tu Espíritu,
luz esplendorosa, y haz que penetre hasta lo más íntimo de nuestro ser” (Vier
VII).
Así
transformados, el Espíritu nos convierte en testigos valientes y eficaces de
Cristo y su Evangelio, proclamando que “Jesús
es Señor” (1Co 12,3) por la acción de su Espíritu: “Envíanos, Señor, tu
Espíritu Santo, para que ante los hombres te confesemos como Señor y rey
nuestro” (Sab VII).
Los
dones de Dios se dan sin medida pero hay que estar disponibles para su
recepción, recibiéndolos agradecidos: “Dispón con tu gracia el corazón de los
fieles, para que acojan con amor y alegría los dones del Espíritu” (Sab VII).
Entre esos dones está la fortaleza que transforma nuestra debilidad interior:
“Danos la fortaleza del Espíritu Santo, y haz que sane y vigorice lo que en
nosotros está enfermo y débil” (Sab VII). El Espíritu es la Fuerza de Dios, la salud de
lo enfermo, el vigor para lo decaído.
Cristo
glorificado es el Señor del Espíritu; Él, glorificado derrama el Espíritu, y
Éste prolonga y actualiza la acción y la Palabra de Cristo. Por eso no hay oposición
alguna entre Cristo y el Espíritu, sino continuidad, ni nadie puede arrogarse
el Espíritu para ir contra Cristo y su Iglesia o para justificar sus doctrinas
ideologizadas como provenientes del Espíritu frente a la doctrina cristiana
transmitida por la Iglesia.
¡Cristo
es el Señor del Espíritu!: “Señor Jesús, que elevado en la cruz, hiciste que
manaran torrentes de agua viva de tu costado, envíanos tu Espíritu Santo,
fuente de vida!” (Pentecost).
Por
el Espíritu Santo, Jesucristo, que todo lo hace nuevo (cf. Ap 21,5), “renueva la faz de la tierra” (Sal 103),
dando inicio a la nueva creación: “Tú que, glorificado por la diestra de Dios,
derramaste sobre tus discípulos el Espíritu, envía este mismo Espíritu al mundo
para que cree un mundo nuevo” (Pentecost).
En
el discurso de la Última Cena, en la oración sacerdotal, Jesús prometió enviar
el Espíritu santo que nos lo enseñaría todo y nos llevaría a la verdad plena
(cf. Jn 14,26; 16,13); es ahora, en Pentecostés, el tiempo cumplido de la
promesa; ahora se realiza; por eso se suplica: “Tú que prometiste darnos el
Espíritu Santo para que nos lo enseñara todo y nos fuera recordando todo lo que
nos habías dicho, envíanos este Espíritu para que ilumine nuestra fe” (Pentecost).
Finalmente,
como Cristo dio testimonio del Padre, el Espíritu Santo da ahora testimonio de
Cristo (cf. Jn 15,26); toma de lo que es de Cristo y lo glorifica (cf. Jn
16,14). El testimonio del Espíritu sobre Cristo nos da certeza interior, ofrece
una convicción irrebatible, nos conduce a la verdad: “Tú que prometiste
enviarnos el Espíritu de la verdad para que diera testimonio de ti, envíanos
este Espíritu para que nos haga tus testigos fieles” (Pentecost).
Así
de variada y rica es la doctrina sobre el Espíritu Santo que la liturgia ofrece
en su plegaria eclesial. Rezando atentamente, reconoceremos que la liturgia es
una cátedra de teología, pero que es teología hecha oración, oración que está
transida de teología, de fe de la
Iglesia.
La Iglesia es el Templo del EspÍritu Santo. El Espíritu es como el alma del Cuerpo Místico, principio de su vida, de la unidad en la diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas
ResponderEliminarEl ESPÍRITU SANTO, actúa constantemente, e imperceptiblemente. Intuyo que tiene la manía de querer ser visible en lo imperceptible. Tan cerca y tan cerca y tan cotidiano y tan intangible. Cómico y misterioso. Insondable y cotidiano. ¡¿Hay quién de más?!. Alabado sea DIOS. Sigo rezando. DIOS les bendiga.
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