Si ya san Ireneo apuntaba a que el Verbo de Dios muy bien podía ser Quien se revelase en la zarza a Moisés, san Agustín va a señalar la misma identidad. Al fin y al cabo Dios siempre se revela por su Verbo, Cristo, y ya comenzaba a hacerlo de forma solemne en el monte Horeb.
Para el Doctor gratiae, es el Hijo (así lo llama él) quien revela y quien dialoga en todas las teofanías del Antiguo Testamento. Aduce como criterio hermenéutico que el “ángel del Señor” que dice el libro del Éxodo 3-4, representado en el icono como imagen distinta del personaje de la zarza, es nombre que corresponde a quien es mensajero y enviado, por tanto al Hijo, y no al Padre que es quien envía. Citemos en primer lugar un sermón agustiniano:
“Algunos dicen que se llama ángel del Señor y Señor porque era Cristo, de quien claramente dice el profeta que es “ángel del gran consejo”. Porque ángel es nombre de función, no de naturaleza. Se dice ángel en griego a quien en latín llamamos mensajero. Mensajero es vocablo de acción: obrando, es decir, anunciando, se llama nuncio. ¿Y quién niega que Cristo nos anunció el reino de los cielos? Además, el ángel, es decir, el nuncio, es enviado por alguien que por medio de él anuncia una cosa. ¿Y quién duda de que fue enviado Cristo, el cual dice tantas veces: “no vine a hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió?” Por eso es propiamente enviado...
Pues del mismo modo Dios, aunque apareció en el fuego, no es fuego; si apareció en el humo, no es humo; si apareció en un sonido, no es sonido. Estas realidades no son Dios, sino que indican a Dios. Habida cuenta de esto, creemos con seguridad que el Hijo, que se apareció a Moisés, era el Señor y el ángel del Señor” (Sermón 7, 3.4).
Asimismo, en sus libros sobre la Trinidad, afirma que fue el Verbo quien se manifestó y entabló coloquio con Abraham y con Moisés. “Todo lo hizo por su Verbo, y, según nos enseña la regla ortodoxa de la fe, el Verbo es el Hijo unigénito. Y si Dios Padre habló al primer hombre y Él paseaba por el edén en la penumbra del atardecer, y de su rostro se escondió en la floresta al pecador, ¿por qué no admitir que fue Él quien se apareció a Moisés, a Abrahán y a todos aquellos a quienes plugo manifestarse por medio de la criatura visible y caduca, sujeta a su dominio soberano, permaneciendo Él inmutable e invisible en su esencia? Con todo, cabe en la Escritura un paso inadvertido de persona a persona, de suerte que al decir Dios Padre: “sea la luz”, y todas las demás cosas que se dicen hechas por el Verbo, se quiera indicar que fue el Hijo el que habló al primer hombre, aunque esto no se diga claramente, sino tan sólo se insinúe a un buen entendedor” (De Trinit. II,10,17).
Para el pensamiento teológico, el punto clave está en la revelación que hace Dios en la zarza de Sí mismo, sabiendo que quien revela al Padre es el Hijo. Apoyada en ese punto, la reflexión teológica engarza al Hijo que “da a conocer el nombre del Padre”, “que seguirá dando a conocer el nombre del Padre” (cf. Jn 17, 6.26) con la revelación sorprendente y crucial del Horeb. Súmese al discurso de la Última Cena los múltiples “Yo soy” que el evangelio de Juan recoge de boca de Jesús, que remiten a esa primera revelación del Horeb, afirmando así Cristo su divinidad. Todos podían entender que tras ese “Yo soy”, “Ego eimí”, estaba la fórmula de revelación de Dios ante Moisés y que reivindicaba por tanto una identidad con el Dios que se apareció en la zarza ardiente.
Se puede entonces, releyendo el evangelio de Juan, realizar una interpretación cristológica de la zarza ardiente porque es el trasfondo que mueve al evangelista. “Cristo es la misma zarza ardiente en la que se revela a los hombres el nombre de Dios. Pero como en el pensar del cuarto evangelio Jesús une en sí mismo y se aplica el “yo soy” del Éxodo y de Isaías 43, resulta claro que él mismo es el nombre de Dios, es decir, la invocación de Dios. La idea del nombre entra aquí en un nuevo estadio decisivo. El nombre no es sólo una palabra, sino una persona: Jesús. Toda la cristología, es decir, la fe en Jesús se convierte en una explicación del nombre de Dios y de todo lo enunciado en él” (Ratzinger, Introducción al cristianismo, p. 105).
Asimismo, en sus libros sobre la Trinidad, afirma que fue el Verbo quien se manifestó y entabló coloquio con Abraham y con Moisés. “Todo lo hizo por su Verbo, y, según nos enseña la regla ortodoxa de la fe, el Verbo es el Hijo unigénito. Y si Dios Padre habló al primer hombre y Él paseaba por el edén en la penumbra del atardecer, y de su rostro se escondió en la floresta al pecador, ¿por qué no admitir que fue Él quien se apareció a Moisés, a Abrahán y a todos aquellos a quienes plugo manifestarse por medio de la criatura visible y caduca, sujeta a su dominio soberano, permaneciendo Él inmutable e invisible en su esencia? Con todo, cabe en la Escritura un paso inadvertido de persona a persona, de suerte que al decir Dios Padre: “sea la luz”, y todas las demás cosas que se dicen hechas por el Verbo, se quiera indicar que fue el Hijo el que habló al primer hombre, aunque esto no se diga claramente, sino tan sólo se insinúe a un buen entendedor” (De Trinit. II,10,17).
Para el pensamiento teológico, el punto clave está en la revelación que hace Dios en la zarza de Sí mismo, sabiendo que quien revela al Padre es el Hijo. Apoyada en ese punto, la reflexión teológica engarza al Hijo que “da a conocer el nombre del Padre”, “que seguirá dando a conocer el nombre del Padre” (cf. Jn 17, 6.26) con la revelación sorprendente y crucial del Horeb. Súmese al discurso de la Última Cena los múltiples “Yo soy” que el evangelio de Juan recoge de boca de Jesús, que remiten a esa primera revelación del Horeb, afirmando así Cristo su divinidad. Todos podían entender que tras ese “Yo soy”, “Ego eimí”, estaba la fórmula de revelación de Dios ante Moisés y que reivindicaba por tanto una identidad con el Dios que se apareció en la zarza ardiente.
Se puede entonces, releyendo el evangelio de Juan, realizar una interpretación cristológica de la zarza ardiente porque es el trasfondo que mueve al evangelista. “Cristo es la misma zarza ardiente en la que se revela a los hombres el nombre de Dios. Pero como en el pensar del cuarto evangelio Jesús une en sí mismo y se aplica el “yo soy” del Éxodo y de Isaías 43, resulta claro que él mismo es el nombre de Dios, es decir, la invocación de Dios. La idea del nombre entra aquí en un nuevo estadio decisivo. El nombre no es sólo una palabra, sino una persona: Jesús. Toda la cristología, es decir, la fe en Jesús se convierte en una explicación del nombre de Dios y de todo lo enunciado en él” (Ratzinger, Introducción al cristianismo, p. 105).
Y hoy el Señor se sigue revelando a nosotros...
ResponderEliminarPero, ¿qué significa exactamente que la revelación de la zarza ardiente llega a su término, alcanza plenamente su meta? ... Comunicar el nombre significa entrar en relación con el otro...
Pero volvamos a las palabras de Jesús. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti y a tu enviado. El conocimiento de Dios se convierte en vida eterna. Obviamente, por "conocimiento" se entiende aquí algo más que un saber exterior,... Conocer, según la sagrada escritura, es llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro. Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra vida, pues, llega a ser una vida auténtica, verdadera y también eterna, si conocemos a Aquel que es la fuente de la existencia y de la vida. De este modo, la palabra de Jesús se convierte para nosotros en una invitación: seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada vez más. Vivamos en diálogo con él. Aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos. Entonces seremos personas que aman y actúan de modo justo. Entonces viviremos de verdad. De la Homilía de Benedicto XVI en la misa en la Cena del Señor. 01-04-2010
Vivir en diálogo con Él y amarle...
Hola D.Javier. Supongo que el descubrimiento de Jesús en esa zarza del Horeb lleve un día a la meditación/conversión a los judíos. Meditaré sobre el misterio de la revelación de Dios y que su santo nombre es la misma persona de Jesús, como también su rostro, nombre y rostro que tanto aparecen en los salmos procuraré verlos en esa "clave cristológica".Un abrazo.
ResponderEliminarConocer a Dios, a Cristo, claro que significa poder amarlo y amarlo intensa y locamente. Porque no se puede amar lo que no se conoce.
ResponderEliminar¡Ay! ¡Vivir en ese diálogo con Él es lo que quisiera! Sería una locura.
... el punto clave está en la revelación que hace Dios en la zarza de Sí mismo, sabiendo que quien revela al Padre es el Hijo.
ResponderEliminar"Yo les he dado a conocer tu Nombre
y se lo seguiré dando a conocer,
para que el Amor con que Tú me has amado
esté en ellos,
y Yo también en ellos"
Creo que es la última frase de Jesús antes de su muerte y es de una belleza inagotable.
Mi petición es que El la realice en todos nosotros.
Precioso aprendiz. Muchas gracias
ResponderEliminarUnos pensamientos hermosos los del post y también los de los comentaristas. ¡Da gusto oir hablar así de Nuestro Buen Dios ! Veo , Don Javier, que el tema de las Autorevelaciones de Dios en el Antiguo Testamento es tema frecuente de su meditación.
ResponderEliminarAquí tiene una que desde bien pequeña le apasionan.
Un saludo cordial a todos.
Os agradezco a todos vuestros comentarios.
ResponderEliminarFelicitas: Es verdad que me gusta el tema, pero sobre todo la zarza ardiente de Moisés, por una antífona de la liturgia el 1 de enero,y le dediqué un amplísimo trabajo en la Facultad que es el que aquí voy ofreciendo.
Una llamada a todos:
A muchos que leen, que leéis, animaos a escribir también, a comentar, formar parte muy viva de esta comunidad virtual.
Y... un leve ruego: enviad un email a vuestros contactos e invitadlos a acudir al blog.
Saludos y mi bendición + (como le gusta a Capuchino de silos y algunos más).
ineteresante
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