domingo, 19 de marzo de 2023

Mística del silencio: Edith Stein - II (Silencio - XVIII)



Edith Stein, tanto por su bagaje filosófico como por su experiencia posterior como carmelita descalza, sabe bien el valor del silencio como acceso a lo interior del ser y para el encuentro personal con el Salvador. Por ello explica la grandeza y necesidad de la oración silenciosa, sea personal, sea en el Oficio divino, y esto como camino para todos:



            “Todos necesitamos de esas horas en las que escuchamos en silencio y dejamos que la Palabra divina obre en nosotros hasta el momento en que ella nos conduce a ser fructíferos en la ofrenda de alabanza y en la ofrenda de las obras concretas. Todos nosotros necesitamos de las formas que nos han sido transmitidas y de la participación en el culto divino público, para que de esa manera nuestra vida interior sea motivada y conducida por rectos caminos y para que allí encuentre sus modos de expresión más convenientes. La solemne alabanza divina tiene que tener también un lugar en este mundo, donde ha de alcanzar la más grande perfección de la que los hombres son capaces.

            Sólo desde aquí puede elevarse al cielo por el bien de toda la Iglesia, y transformar a sus miembros, despertar la vida interior y animarla a la coherencia exterior. La oración pública, a su vez, tiene que ser vivificada por dentro en tanto que deja espacio a las moradas interiores del alma para una profundización silenciosa y recogida. De no ser así se convertiría en una charlatanería estéril y falta de vida. Las moradas de la vida interior ofrecen un refugio contra ese peligro, ellas son los lugares donde las almas están en presencia de Dios en silencio y soledad, para convertirse en amor vivificante en el corazón de la Iglesia” (La oración de la Iglesia, OC V, 120).


            Siendo aún seglar, imparte conferencias por toda Centroeuropa. En una de ellas, dirigida a seglares católicos, destaca la importancia de la oración y el silencio de manera cotidiana, como un pilar básico para el trabajo y para la santificación de lo cotidiano.

            Con un lenguaje muy realista, comienza cuestionando cómo sobrevivir a una jornada sobrecargada, llena de urgencias y actividades:

            “Estrechamente ligado a esto [el abandono en Dios] va el vaciarse y crear silencio. Por naturaleza, el alma está llena de diversas cosas, tanto que una siempre desaloja la otra en un continuo movimiento, a menudo en la agitación y en la tempestad.
            Cuando nos levantamos por la mañana, ya quieren los deberes y preocupaciones del día inundarnos por doquier (y esto en el caso de que no nos hayan impedido el sueño). Entonces emerge la pregunta inquieta: ¿cómo puede ser hecho todo eso en un día?, ¿cuándo voy a hacer esto, cuándo lo otro?, ¿y cómo debo yo hacer esto y lo otro? Como convulsionado, habría que estremecerse y echar a correr” (Fundamentos de la formación de la mujer, OC IV, 210-211).

            Asaltados por esas inquietudes, lo primero es entrar en el silencio de la intimidad con Dios, la oración, y recibir luz:

            “A pesar de todo, nada de todo eso va conmigo ahora. Mi primera hora de la mañana pertenece al Señor. La obra que él me encomienda quiero realizarla, y él me dará la fuerza de realizarla” (Fundamentos de la formación de la mujer, OC IV, 211).

            A lo largo del día, a mediodía o por la tarde, habrá que hacer una pausa, serenar el alma en silencio con el Señor, renovar lo vivido en la oración por la mañana, con un breve rato de oración o una visita al Sagrario, para seguir viviendo y trabajando con paz y unidos al Salvador:

            “¿Dónde está ahora la frescura matutina del alma? Otra vez se quisiera entrar en agitación y en tempestad: indignación, rabia, pesar. ¡Y tanto por hacer aún hasta el final del día! ¿No se debe continuar inmediatamente? No, no antes de haber encontrado por lo menos silencio durante un instante.
            Cada una debe conocerse a sí misma o aprender a conocerse para saber dónde y cómo puede encontrar paz. Lo mejor, si puede ser, sería desahogar todas las preocupaciones durante un breve tiempo ante el tabernáculo. Quien no puede hacerlo, quien quizá todavía necesita algo de calma corporal, haga una pausa en la propia habitación. Pero si no hay ninguna calma exterior, si no se tiene ningún espacio en el que se pueda retirar, si deberes inaplazables impiden una tranquila hora de silencio, será necesario al menos encerrarse interiormente durante un instante frente a todo lo demás y refugiarse en el Señor. Él está ciertamente ahí y puede darnos en un único instante lo que necesitamos” (Fundamentos de la formación de la mujer, OC IV, 212).

            También por carta a una amiga aconseja:

            “De lo que únicamente se trata es de que realmente uno tenga un rincón tranquilo, en el que de tal manera pueda relacionarse con Dios, como si nada existiera, y esto a diario: el tiempo más oportuno me parece las primeras horas de la mañana, antes de comenzar el trabajo; es entonces cuando una recibe su misión especial para cada día, sin elegir nada para sí misma; en ese momento, finalmente, una se contempla a sí misma como mero instrumento, y las fuerzas con las que debe trabajar, en nuestro caso la inteligencia, como algo que nosotros no necesitamos, sino Dios en nosotros” (Cta. 174, OC I, 809-810).

            Dios actúa en el silencio; el Espíritu Santo silenciosamente va tallando almas y preparándolas, haciéndolas crecer en gracia para que luego cooperen con Él en bien del mundo:

            “Como los corazones de los primeros hombres, así los corazones de los hombres fueron tocados por ese rayo de luz divina en el sucederse de los tiempos. Escondida a los ojos del mundo esta luz iluminaba y acrisolaba esos corazones duros, enquistados y deformados, les ablandaba su dureza y les daba nueva forma con mano delicada de artista, según la imagen de Dios. Ocultas a los ojos de los hombres, fueron y son formadas las piedras vivas que constituyen la Iglesia invisible. Pero de esta Iglesia invisible crece la Iglesia visible, que se manifiesta siempre con nuevas y luminosas obras y revelaciones divinas, con siempre nuevas epifanías. La obra callada del Espíritu Santo en lo más íntimo del alma hizo de los Patriarcas amigos de Dios. Pero cuando ellos habían madurado tanto como para convertirse en sus instrumentos apropiados, los constituyó como portadores del desarrollo histórico en obras visibles…

            Pero como último fundamento permanece la vida interior; la formación va dentro a fuera. Cuanto más profundamente esté el alma unida a Dios, cuanto más enteramente se haya entregado a su gracia, tanto más fuerte será su influencia en la configuración de la Iglesia. Y viceversa, cuanto más profundamente esté sumergida una época en la noche del pecado y en la lejanía de Dios, tanto más necesita de almas que estén íntimamente unidas con Él” (Vida escondida y Epifanía, OC V, 636-637).

            Sabiendo cómo Dios trabaja así, de dentro a fuera, modelando al alma y que el fundamento último será siempre la vida interior, hay que huir del activismo, o, si la actividad o profesión o apostolado es realmente grande, cuidar mucho de la oración y de lo interior: “Y he llegado a la conclusión de que hay que dar a la vida interior el alimento que necesita, sobre todo cuando la actividad exterior es mucha. Sobre esto no se puede discutir con personas que enfocan la vida de manera puramente materialista y no tienen sensibilidad alguna para los valores espirituales y del alma” (Cta. 312, OC I, 961).

            Edith Stein siente una particular atracción por el Sagrario; experimenta la Presencia de Cristo, envuelto en silencio, que invita al recogimiento, a la confidencia, al ofrecimiento. Para vivir eucarísticamente, tener la forma de Cristo en el alma y ser como Cristo, es necesaria la adoración silenciosa ante el Sagrario:

            “La delicia del Salvador consiste en estar entre los hijos de los hombres, y Él ha prometido permanecer entre nosotros hasta el fin del mundo… El sencillo significado de esta verdad de fe requiere de nosotras el que aquí tengamos nuestro hogar, y que nos alejemos sólo en la medida en que nuestras actividades lo exijan, actividades que ya tendríamos que poner diariamente en las manos del Salvador eucarístico y poniendo en sus manos el trabajo realizado…
            Es esto, en definitiva, lo que una justa comprensión de las verdades eucarísticas exige de nosotros: buscar al Salvador en el Tabernáculo tan a menudo como sea posible” (Educación eucarística, OC IV, 151-152).

            “Desde el punto de vista dogmático me parece la cosa muy clara: el Señor está presente en el tabernáculo como Dios y como hombre. Él está aquí no por él sino por nosotros: porque su alegría consiste en estar entre los hombres. Y porque él nos conoce, sabe que necesitamos de su cercanía personal” (Carta 356, OC I, 1019).

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