Edith Stein, tanto por su bagaje
filosófico como por su experiencia posterior como carmelita descalza, sabe bien
el valor del silencio como acceso a lo interior del ser y para el encuentro
personal con el Salvador. Por ello explica la grandeza y necesidad de la
oración silenciosa, sea personal, sea en el Oficio divino, y esto como camino
para todos:
“Todos necesitamos de esas horas en
las que escuchamos en silencio y dejamos que la Palabra divina obre en
nosotros hasta el momento en que ella nos conduce a ser fructíferos en la
ofrenda de alabanza y en la ofrenda de las obras concretas. Todos nosotros
necesitamos de las formas que nos han sido transmitidas y de la participación
en el culto divino público, para que de esa manera nuestra vida interior sea
motivada y conducida por rectos caminos y para que allí encuentre sus modos de
expresión más convenientes. La solemne alabanza divina tiene que tener también
un lugar en este mundo, donde ha de alcanzar la más grande perfección de la que
los hombres son capaces.
Sólo desde aquí puede elevarse al
cielo por el bien de toda la
Iglesia, y transformar a sus miembros, despertar la vida
interior y animarla a la coherencia exterior. La oración pública, a su vez,
tiene que ser vivificada por dentro en tanto que deja espacio a las moradas
interiores del alma para una profundización silenciosa y recogida. De no ser
así se convertiría en una charlatanería estéril y falta de vida. Las moradas de
la vida interior ofrecen un refugio contra ese peligro, ellas son los lugares
donde las almas están en presencia de Dios en silencio y soledad, para
convertirse en amor vivificante en el corazón de la Iglesia” (La oración de la Iglesia, OC V, 120).
Siendo
aún seglar, imparte conferencias por toda Centroeuropa. En una de ellas,
dirigida a seglares católicos, destaca la importancia de la oración y el
silencio de manera cotidiana, como un pilar básico para el trabajo y para la
santificación de lo cotidiano.
Con
un lenguaje muy realista, comienza cuestionando cómo sobrevivir a una jornada
sobrecargada, llena de urgencias y actividades:
“Estrechamente ligado a esto [el
abandono en Dios] va el vaciarse y crear
silencio. Por naturaleza, el alma está llena de diversas cosas, tanto que
una siempre desaloja la otra en un continuo movimiento, a menudo en la
agitación y en la tempestad.
Cuando nos levantamos por la mañana,
ya quieren los deberes y preocupaciones del día inundarnos por doquier (y esto
en el caso de que no nos hayan impedido el sueño). Entonces emerge la pregunta
inquieta: ¿cómo puede ser hecho todo eso en un día?, ¿cuándo voy a hacer esto,
cuándo lo otro?, ¿y cómo debo yo hacer esto y lo otro? Como convulsionado,
habría que estremecerse y echar a correr” (Fundamentos de la formación de la
mujer, OC IV, 210-211).
Asaltados
por esas inquietudes, lo primero es entrar en el silencio de la intimidad con
Dios, la oración, y recibir luz:
“A pesar de todo, nada de todo eso
va conmigo ahora. Mi primera hora de la mañana pertenece al Señor. La obra que
él me encomienda quiero realizarla, y él me dará la fuerza de realizarla” (Fundamentos
de la formación de la mujer, OC IV, 211).
A
lo largo del día, a mediodía o por la tarde, habrá que hacer una pausa, serenar
el alma en silencio con el Señor, renovar lo vivido en la oración por la
mañana, con un breve rato de oración o una visita al Sagrario, para seguir viviendo
y trabajando con paz y unidos al Salvador:
“¿Dónde está ahora la frescura
matutina del alma? Otra vez se quisiera entrar en agitación y en tempestad:
indignación, rabia, pesar. ¡Y tanto por hacer aún hasta el final del día! ¿No
se debe continuar inmediatamente? No, no antes de haber encontrado por lo menos
silencio durante un instante.
Cada una debe conocerse a sí misma o
aprender a conocerse para saber dónde y cómo puede encontrar paz. Lo mejor, si
puede ser, sería desahogar todas las preocupaciones durante un breve tiempo
ante el tabernáculo. Quien no puede hacerlo, quien quizá todavía necesita algo
de calma corporal, haga una pausa en la propia habitación. Pero si no hay
ninguna calma exterior, si no se tiene ningún espacio en el que se pueda
retirar, si deberes inaplazables impiden una tranquila hora de silencio, será
necesario al menos encerrarse interiormente durante un instante frente a todo
lo demás y refugiarse en el Señor. Él está ciertamente ahí y puede darnos en un
único instante lo que necesitamos” (Fundamentos de la formación de la mujer, OC
IV, 212).
También
por carta a una amiga aconseja:
“De lo que únicamente se trata es de
que realmente uno tenga un rincón tranquilo, en el que de tal manera pueda
relacionarse con Dios, como si nada existiera, y esto a diario: el tiempo más
oportuno me parece las primeras horas de la mañana, antes de comenzar el
trabajo; es entonces cuando una recibe su misión especial para cada día, sin
elegir nada para sí misma; en ese momento, finalmente, una se contempla a sí
misma como mero instrumento, y las fuerzas con las que debe trabajar, en
nuestro caso la inteligencia, como algo que nosotros
no necesitamos, sino Dios en nosotros” (Cta. 174, OC I, 809-810).
Dios
actúa en el silencio; el Espíritu Santo silenciosamente va tallando almas y
preparándolas, haciéndolas crecer en gracia para que luego cooperen con Él en
bien del mundo:
“Como los corazones de los primeros
hombres, así los corazones de los hombres fueron tocados por ese rayo de luz
divina en el sucederse de los tiempos. Escondida a los ojos del mundo esta luz
iluminaba y acrisolaba esos corazones duros, enquistados y deformados, les
ablandaba su dureza y les daba nueva forma con mano delicada de artista, según
la imagen de Dios. Ocultas a los ojos de los hombres, fueron y son formadas las
piedras vivas que constituyen la
Iglesia invisible. Pero de esta Iglesia invisible crece la Iglesia visible, que se
manifiesta siempre con nuevas y luminosas obras
y revelaciones divinas, con siempre nuevas epifanías. La obra callada del Espíritu Santo en lo más íntimo del
alma hizo de los Patriarcas amigos de Dios. Pero cuando ellos habían madurado
tanto como para convertirse en sus instrumentos apropiados, los constituyó como
portadores del desarrollo histórico en obras visibles…
Pero como último fundamento
permanece la vida interior; la formación va dentro a fuera. Cuanto más
profundamente esté el alma unida a Dios, cuanto más enteramente se haya
entregado a su gracia, tanto más fuerte será su influencia en la configuración
de la Iglesia. Y
viceversa, cuanto más profundamente esté sumergida una época en la noche del
pecado y en la lejanía de Dios, tanto más necesita de almas que estén
íntimamente unidas con Él” (Vida escondida y Epifanía, OC V, 636-637).
Sabiendo
cómo Dios trabaja así, de dentro a fuera, modelando al alma y que el fundamento
último será siempre la vida interior, hay que huir del activismo, o, si la
actividad o profesión o apostolado es realmente grande, cuidar mucho de la
oración y de lo interior: “Y he llegado a la conclusión de que hay que dar a la
vida interior el alimento que necesita, sobre todo cuando la actividad exterior
es mucha. Sobre esto no se puede discutir con personas que enfocan la vida de
manera puramente materialista y no tienen sensibilidad alguna para los valores
espirituales y del alma” (Cta. 312, OC I, 961).
Edith
Stein siente una particular atracción por el Sagrario; experimenta la Presencia de Cristo,
envuelto en silencio, que invita al recogimiento, a la confidencia, al
ofrecimiento. Para vivir eucarísticamente, tener la forma de Cristo en el alma
y ser como Cristo, es necesaria la adoración silenciosa ante el Sagrario:
“La delicia del Salvador consiste en
estar entre los hijos de los hombres, y Él ha prometido permanecer entre
nosotros hasta el fin del mundo… El sencillo significado de esta verdad de fe
requiere de nosotras el que aquí tengamos nuestro hogar, y que nos alejemos
sólo en la medida en que nuestras actividades lo exijan, actividades que ya
tendríamos que poner diariamente en las manos del Salvador eucarístico y
poniendo en sus manos el trabajo realizado…
Es esto, en definitiva, lo que una
justa comprensión de las verdades eucarísticas exige de nosotros: buscar al
Salvador en el Tabernáculo tan a menudo como sea posible” (Educación
eucarística, OC IV, 151-152).
“Desde el punto de vista dogmático
me parece la cosa muy clara: el Señor está presente en el tabernáculo como Dios
y como hombre. Él está aquí no por él sino por nosotros: porque su alegría
consiste en estar entre los hombres. Y porque él nos conoce, sabe que
necesitamos de su cercanía personal” (Carta 356, OC I, 1019).
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