Maravilloso
y variadísimo es el paisaje de la santidad, con mil tonalidades distintas que
reflejan una belleza superior y que fascina al contemplarlo No es un único
color, ni un solo tono cromático, ni una misma intensidad: el paisaje los
recoge a todos creando un panorama digno de ser contemplado con finura de alma.
Cada
santo es como un color concreto, con su intensidad y sus matices porque cada
uno es fruto de una historia de amor del Señor, de una peculiar vivencia, de un
trabajo específico de la gracia.
Un
santo nace y se forja por la
Pascua de Jesucristo, y cada santo ha vivido en plenitud el
misterio pascual del Señor. La resurrección el Señor la celebramos y la vemos
realizada místicamente en los santos que se llenaron de la vida nueva de
Cristo, que murieron a sí mismos y resucitaron con Cristo. Los santos no lo son
en virtud de sus méritos sino porque se abrieron totalmente a la gracia que
nace de la Pascua
del Señor.
¿Cómo
se hicieron santos? Vivieron el gozo del Evangelio, no como carga, sino como
salvación; no como un peso, sino como un don suave y ligero. Como Cristo,
también ellos quisieron poder decir: “Yo hago siempre lo que le agrada al
Padre” (Jn 8,29), y amaron al saberse amados por Dios, con caridad teologal;
¡nadie les podía arrancar el gozo de amar con ese amor de caridad,
sobrenatural! Amando, amando como Jesucristo, llegaron a ser santos. También
éste, y no otro, será nuestro camino.
La Iglesia se alegra con sus
santos, los reconoce sus mejores hijos, se regocija por estos frutos acabados y
maduros de la gracia. Predica sus virtudes y celebra sus vidas. Porque los
santos han llegado al término del camino con fidelidad y santa perseverancia:
han recorrido el camino del Evangelio y ahora gozan con Cristo para siempre,
alabándole.
Pero
un santo no es un ser excepcional, sobrenatural, un ente puro y angélico, sino
un hombre, concreto, con su naturaleza humana herida y sus pecados. Su estilo
de vivir, su seguimiento de Cristo, no los liberó de su condición terrena, ni
de sus errores ni tampoco de los pecados que esta condición conlleva. Pero
vivían fascinados por Cristo, tocados por Cristo, y de su mano eran capaces de
reemprender el camino a cada momento, las veces que hiciera falta, con gran
humildad.
¿Hay
algún canon obligatorio para la santidad? ¿Todos deben ser iguales, casi
gemelos? Dios llama a todos a la santidad, cada cual con su manera de ser, sus
inclinaciones, sus defectos, sus cualidades. Cada santo tiene su distintivo,
porque la santidad de Dios es infinita. Aunque el mundo no lo reconozca,
participamos de la santidad de Dios, fuente y origen de toda santidad. La
santidad es la vida de Dios comunicada por su Espíritu, es la que hace posible
que podamos nosotros llegar a ser santos como lo fueron, a través de la
historia, tantos hijos e hijas de Dios. Un santo es un receptor de la vida que
Dios le comunica gratuitamente.
¿Más?
¡Sí! ¿Quién o qué es un santo? Un santo es una epifanía de Dios, una
manifestación de Dios por la que quiere hacerse cercano y presente,
hablándonos, guiándonos. ¿Cómo hacernos semejante al Padre si no lo hemos
visto, si lo conocemos tan poco? La gran respuesta está en Jesucristo, el
Santo, el Hijo de Dios hecho carne. Él, porque conocía al Padre, no pudo hablar
de Él, darlo a conocer, revelarlo. Y podemos asemejarnos más a Dios siguiendo
el Evangelio de Cristo, redimidos por su sangre y convertidos en hijos
adoptivos.
Jesús
es el gran Santo, el revelador del Padre. Pero también se puede afirmar que
todos los santos –en la limitada medida humana- son también reveladores de
Dios, imágenes de Dios. Aprendiendo de sus vidas podemos aprender cómo Dios es
Padre y cómo actúa. Porque Dios se ha querido hacer presente en ellos, sin
eliminar sus limitaciones humanas, incluso sus defectos, su dependencia de cada
época y lugar… ¡Los santos, siendo ellos mismos, amando a Dios y al prójimo,
revelan y manifiestan al Padre!
De
todo esto podemos sacar dos lecciones.
La
primera lección es que deberíamos dar más importancia a los santos. No tanto
para pedirles cosas como para conocerlos mejor y así acercarnos al conocimiento
de Dios, del Dios que se nos manifestó en Jesucristo. Ellos, sólo hombres y
mujeres como cualquiera de nosotros, de edades, condiciones sociales,
culturales, temperamentos… muy diversos, son de alguna manera como imágenes de
Dios, ya que fueron más semejantes a Él que nosotros. Y aún habría que añadir que
posiblemente todos nosotros hemos conocido a hombres y mujeres no santos
canonizados ni canonizables, pero hombres y mujeres que han sido o son para
nosotros como imágenes de Dios. A través de ellos –de su amor, de bondad, de su
generosidad sencilla y su alegría diáfana…- hemos descubierto algo de este Dios
Padre que está en el cielo y al que todos hemos de querer asemejarnos cada vez
más para vivir más lo que somos: ¡hijos suyos!
Y
una segunda lección: la santidad es posible y obligada para todos los cristianos.
La vida perfecta de un cristiano se llama santidad. Todo cristiano debe ser un
verdadero cristiano, un perfecto cristiano, y, por ello, debe ser santo. Es una
vocación posible y real a la que estamos llamados, una vocación común y
universal.
Al
detenernos a considerar qué es un santo, realmente puede renacer la esperanza:
yo también puedo serlo, yo también quiero serlo. Con la gracia de Dios.
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