sábado, 22 de enero de 2022

La Humanidad glorificada del Verbo

Es el gran misterio: Cristo resucitó. Su carne, depositada en el sepulcro, fue glorificada y convertida en Cuerpo espiritual. Resucitó.


En la Pascua del Señor, su humanidad fue glorificada; su carne fue traspasada por el Espíritu Santo inaugurando la vida eterna y convirtiéndose en Señor del Espíritu, Señor de vida, vivificador.

Hay una identidad real, una continuidad, entre la carne que sufrió la pasión y fue crucificada y la carne glorificada del Verbo encarnado. Si fuera otro cuerpo distinto no sería resurrección; si no hubiera identidad, la resurrección realmente no sería tal. Las llagas en su Cuerpo glorioso son la señal de identidad, así como la posibilidad de comer los peces asados delante de sus apóstoles y poder ser tocado por ellos.

"El Verbo se ha hecho totalmente divino, pero ha permanecido totalmente humano. Y esta humanidad, que fue desde siempre una expresión de su divinidad y que ahora ha vuelto de nuevo a la esfera celestial, es por su misma naturaleza tan plenamente terrenal, que ninguna distancia la separa del más acá, de tal modo que todo el pasado de su vida en la tierra, como recogido en las heridas que muestra, entra también en la vida eterna.

Las llagas, más que un estigma externo, son una especie de distinción honorífica del sufrimiento que ha padecido; fuera ya del abismo entre muerte y resurrección, que llega hasta el fondo del infierno, son la identidad del sujeto en la identidad de su conciencia. Siempre es Éste el que experimentó esta vida, esta cruz y esta muerte. Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona (Lc 24,39)" (VON BALTHASAR, H. U., Tú coronas el año con tu gracia, Encuentro, Madrid 1997, p. 94).

¿Seguimos?

Con el Resucitado se inicia el "nuevo eón": el tiempo nuevo y definitivo. Este nuevo eón (repitamos: tiempo nuevo y definitivo, vida eterna) ha comenzado ya con la Resurrección del Señor. Algo nuevo que afecta a todo, también al tiempo y a la historia, también a la materia y la corporalidad del hombre, para introducirlo en el Reino de Dios.

 La esperanza nace por la Pascua, y la esperanza se sostiene por este nuevo eón iniciado, por el que esperamos que nosotros también, cada uno, tenga parte en él. Lo finito de nuestro tiempo y de nuestro mundo no se agotan en sí mismos: hay una perspectiva real de eternidad, de feliz transformación y plenitud.

"La resurrección como paso del antiguo eón al nuevo eón difícilmente se podrá definir 'como un acontecimiento real intramundano... en el tiempo y en el espacio humanos', aun cuando la manifestación del Viviente se lleve a cabo realmente en este mundo, este espacio y este tiempo, y aun cuando además el Resucitado, en su nuevo modo de existencia, haya traspuesto manifiestamente nuestro tiempo y nuestro espacio, y por consiguiente nuestro mundo en general" (Id., Teología de los tres días. El misterio pascual, Encuentro, Madrid 2000, p. 195).

La Resurrección de Cristo es algo nuevo y definitivo: no se produjo antes y en el momento de la Pascua del Señor, esta resurrección crea un estado de vida nuevo y definitivo, para siempre. El cuerpo glorificado del Señor entra en la eternidad y abre un tiempo igualmente nuevo y definitivo, feliz y pleno.

"El estado del Resucitado es el absolutamente único. Lo es desde el punto de vista teológico, porque en la suprema diferencia de los estados -abajamiento profundísimo y suprema exaltación, abandono por parte de Dios y ser uno con Dios-, no sólo se expresa la suprema identidad de la persona, sino también sus 'sentimientos' (Flp 2,5); así lo pone de manifiesto Juan al ver reducidas a unidad contraposiciones como 'elevación' y 'glorificación', o con la imagen del Cordero degollado que está en el trono. En ambas fases se trata de la sublimidad, y hasta de la divinidad de la obediencia del Hijo como presentación del amor trinitario en sí y para el mundo" (Ibíd., p. 212s).

La resurrección de Cristo no es una vuelta a este mundo y esta vida caduca -una revivificación del cadáver, como la de la hija de Jairo o la de Lázaro- sino un estado definitivo que ha alcanzado la sublimidad de lo eterno.

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