viernes, 28 de septiembre de 2018

"Al nombre de Jesús..." (El nombre de Jesús - VI)


“Al nombre de Jesús toda rodilla se doble...” (Flp 2,10).

            En la Carta a los Filipenses hay un himno cristológico que revela con suma claridad el contenido del nombre de Jesús, su propio ser y su misión. “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”. 


            Jesús no es un mero hombre que en un determinado momento fuese “adoptado” por Dios como hijo suyo. Es Dios de Dios; es la Palabra creadora, “y la Palabra era Dios” hasta que, en la humildad de su Encarnación, “la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Tomó la condición de esclavo porque se hizo siervo, Siervo de Dios, Cordero de Dios que va a cargar sobre sí el pecado del mundo para destruirlo en la cruz. Pasó por uno de tantos: su humanidad era plena, tenía inteligencia, voluntad, y alma humanas; hombre igual que nosotros excepto en el pecado (porque el pecado no es humano sino lo que deshumaniza). Pasó por uno de tantos: tenía sed, se cansaba, sufría, amaba, gozaba, reía, lloraba, trabajaba... hasta el punto de que muchos desconfiaran de Él: “¿De dónde le viene a este esa sabiduría? ¿No es el hijo del carpintero?” (Mt 13,54-55). 

             El concilio Vaticano II lo formula preciosamente: 

“El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).

            Sigue el himno de san Pablo, exponiendo el centro de la Salvación: “y así actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz”. Cristo nos ha salvado con su Muerte en cruz y su Resurrección. Él se ha hecho así por nosotros “sabiduría, justicia, santificación y redención” (1Co 1,24). En la cruz ha pagado un alto precio por nosotros, el precio de su sangre con la que hemos sido redimidos (cf. 1P 1,19); con su resurrección ha restaurado la vida, ha abierto las puertas del cielo. La misma liturgia de la santa Vigilia pascual, en el Pregón pascual, canta entusiasmada este misterio de salvación lograda por Cristo Jesús:

Ésta es la noche en que,
rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido,
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!
Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.

            San Pablo, entonces, termina su himno con la proclamación de la victoria de Cristo: el Nombre de Jesús, su Santo Nombre, encierra el contenido entero de la Redención: “Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el Nombre-sobre-todo-Nombre, de modo que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. Jesús es el Señor Resucitado, Eterno viviente, que hoy sigue salvando y dando vida. Su Nombre es el único válido y cierto, porque “Él es Fiel” (1Ts 5,24), y no abandona al hombre a su suerte, ni a las consecuencias del pecado, que son la muerte, el desamor, la oscuridad y el sinsentido.

            Éste es el misterio de Jesús Salvador, de Jesucristo salvando. San Agustín predicaba esta salvación de Jesús, el Nombre bendito de Jesús y su obra redentora:

            “Jesucristo nuestro Señor y Salvador, es el médico que procura nuestra salvación eterna, y que tomó sobre sí la enfermedad de nuestra naturaleza para que no fuese eterna nuestra enfermedad. Asumió un cuerpo mortal en que dar muerte a la muerte. Y aunque fue crucificado en lo que tomó de nuestra debilidad (2Co 13,4). Del mismo Apóstol son estas palabras: Y puesto que ya no muere, la muerte ya no tendrá poder sobre él (Rm 6,9). Todo esto es bien conocido por vuestra fe. De donde se sigue también el que sabemos que todos los milagros que realizó en los cuerpos nos sirven de advertencia para que, a partir de aquí, percibamos lo que no ha de pasar ni tener fin. Devolvió a los ciegos los ojos que con toda certeza alguna vez habría de cerrar la muerte; resucitó a Lázaro, que iba a morir otra vez. Todo lo que hizo en beneficio de la salud de los cuerpos no lo hizo para que fuesen eternos; aunque, no obstante, aun al mismo cuerpo ha de dar al final la salud eterna. Mas puesto que no se creía lo que no se percibía por los ojos, mediante estas cosas temporales que se veían, edificaba la fe en aquellas que no se veían” (Serm. 88,1).

            Su Nombre, Jesús, es el Nombre-sobre-todo-Nombre porque es Señor de cielo y tierra, y la muerte ha quedado muerta: 

“Si hubiera tenido pecado, hubiera sido carne de pecado; si no hubiera tenido la muerte, no hubiera sido semejanza de carne de pecado. Así vino; vino como salvador; murió, pero dio muerte a la muerte; puso término en sí mismo a la muerte que temíamos; la tomó sobre sí y le causó la muerte; como el mejor cazador, capturó al león y lo mató”[1].

            Con el Nombre de Jesús, con el Salvador amándonos, ¿qué temer? Jesús es nuestra salvación y sigue salvándonos de los peligros y trampas del demonio y del pecado hasta poder decir con el salmo: “hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador” (Sal 128). Su empeño es nuestra salvación. Así desglosaba san Agustín la salvación que Jesús ofrece: 

“¿Has desfallecido en ti? Espera en el Señor. ¿Te sientes lleno de turbación? Espera en el Señor que te eligió antes de la creación del mundo, que te predestinó, que te llamó; que siendo tú impío, te justificó; que te prometió la gloria eterna, que sufrió por ti una muerte que no merecía, que por ti derramó su sangre, que se transfiguró en ti cuando dijo: Mi alma está turbada. Perteneciendo a él, ¿temes? ¿Ha de dañarte en algo el mundo por el que murió su creador?. Perteneciendo a él, ¿temes? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Quien no perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos donará todo con él? Opón resistencia a las perturbaciones, no seas condescendiente con el amor del mundo. Insinúa, halaga, acecha; no le creáis y quedaos con Cristo”[2].

          Cristo, salvándonos, nos da paz, nos deja la paz, nos hace fuertes con su gracia para vivir ya salvados, sin dejarnos arrastrar por el mundo y por la codicia del mundo y la arrogancia y la concupiscencia de la carne.


[1] S. AGUSTÍN, Serm. 233,4.
[2] Id., Serm. 305,4.

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