domingo, 25 de febrero de 2018

La meta y el camino

El segundo domingo de Cuaresma se nos presenta lleno de luz y consuelo. Es demasiado para los apóstoles, como para nosotros mismos, el anuncio de la pasión y de la cruz. Nos escandaliza, es decir, nos hace tropezar, choca con nuestra forma de pensar y ver las cosas.


Pero Jesús anticipa la gloria de la resurrección transfigurándose, mostrándose anticipadamente glorioso, tal como lo verán el día de Pascua. Los consuela así y ellos se llenan de gozo y alegría espiritual.

La meta es la resurrección, y el camino es la cuaresma; la meta es la Pascua gloriosa, y el camino la penitencia cuaresmal. De hecho ahora vivimos abrazados a la cruz de modo particular, pero en la Vigilia pascual la gloria de la Resurrección del Señor es expresada incluso con el juego de la luz y del fuego, el lucernario inicial de la Vigilia pascual con la bendición del fuego, el cirio pascual y la procesión de todo el pueblo cristiano que entra en la iglesia con las velas encendidas en sus manos para proclamar la gloria de la Pascua. Para que esto sea verdad es necesario un previo recorrido cuaresmal, penitencial, purificador.

La meta es la resurrección y el camino es la pasión. Lo cantaremos en el prefacio dominical:


Quien, después de anunciar su muerte a los discípulos, 
les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, 
para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, 
que la pasión es el camino de la resurrección.

Ahora, durante la Cuaresma hemos de ser iluminados por Cristo para que se apartan las tinieblas interiores que nos impiden reconocer la Verdad y la Belleza. Hemos de retomar, en cierto modo, el mismo camino de los catecúmenos (ya "competentes") con su trabajo interior final de Cuaresma.

"Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para enfrentar y superar con Él las tentaciones, nos propone subir con él al "monte" de la oración, para contemplar sobre su rostro humano la luz gloriosa de Dios. El episodio de la transfiguración de Cristo es atestiguado de manera concorde por los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta, “y se transfiguró delante de ellos” (Mc. 9,2), su rostro y su ropa irradiaban una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y en segundo lugar, una nube envolvió la cumbre y de ella salió una voz diciendo: “Este es mi Hijo amado, escúchenle” (Mc. 9,7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre Celestial que da testimonio de Él y nos manda a escucharlo.

El misterio de la Transfiguración no se separa del contexto del camino que Jesús está haciendo. Él se ha ya decididamente dirigido hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar a través de la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales no han entendido, sino más bien han rechazado esta perspectiva porque no razonan de acuerdo con Dios, sino con los hombres (cf. Mt. 16,23). Por eso Jesús lleva a tres de ellos a la montaña y les revela su gloria divina, el esplendor de la Verdad y del Amor. Jesús quiere que esta luz pueda iluminar sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz será insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en Él. Por lo tanto, después de este evento, Él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los ataques de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una bella expresión, y dice: "Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo 78, 2: PL 38, 490).

Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz proviene de Dios, y es Cristo quien nos la da, Él, en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. Col. 2,9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz" (Benedicto XVI, Ángelus, 4-marzo-2012).

2 comentarios:

  1. Amén, así sea.
    Gracias Don Javier
    Un saludo filial

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  2. Jesús transfigurado, amor y salvación !Que Él nos de su gloria!

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