martes, 6 de febrero de 2018

La humildad a base de golpes

Lo que nosotros no hacemos, a veces son las circunstancias exteriores las que lo hacen en nosotros. Y si por nosotros mismos no hemos sido humildes, y no ha habido un grandísimo amor a Cristo para vivir humildes como Él, serán las pruebas, cruces, dificultades, humillaciones, las que se encarguen de pulirnos.


Lo que muchas veces nos supera y no está en nuestra mano, sólo podemos recibirlo sumiéndonos en el Misterio y dejando que Dios haga su obra, la de cincelarnos, con golpes secos. La humildad nace y es educada por las pruebas y sufrimientos, mientras se sea capaz de asumirlos, integrarlos, ofrecerlos.

Pensábamos que éramos grandes, que podíamos con todo, y soberbiamente nos erigíamos bien en alto; pero la adversidad se presenta, una etapa difícil, o una persecución del tipo que sea, y vemos que no éramos tan humildes ni tan valiosos ni tan grandes ni tan poderosos. Hemos de aprender a ser pequeños, hemos de aprender a ser niños que se abandonan confiadamente a Dios Padre.

Es la experiencia común de los santos. Será nuestra experiencia si abrazamos la cruz y dejamos que nos modele con la humildad del Crucificado.

Pero, y sobre todo, el vacío: ni méritos, ni arrogancia de obras buenas o de algunas virtudes vacías, sino el vacío para ser llenado y colmado con Dios. Es aquello de santa Teresita de Lisieux: "tengo las manos vacías...", y Dios las llena.



"La prueba y la ofrenda

Del vacío, la humildad es a la vez la prueba y la ofrenda. La prueba, porque nos recuerda nuestra propia desnudez, que la situación del pecado ni llena ni recubre, sino que crece siempre más, despellejando en nosotros la semejanza de Dios.

La ofrenda, porque este vacío puede y debe ser ofrecido a Dios, que es el único que lo llena por su gracia, dándonos una plenitud que jamás alcanzaríamos por nuestras fuerzas humanas. El acto de humildad es transformar la prueba en ofrenda.

No basta, en efecto, descubrirse vacío para ser verdaderamente humilde: porque si buscamos llenar este vacío por nuestras obras virtuosas, o incluso si los dones que Dios nos hace nos los reapropiamos, este vacío no habrá tenido la ocasión más que de ocuparse y llenarse de nosotros, rellenado de nosotros mismos. Habrá sido un espacio en el que sólo se introduce la hinchazón y el orgullo. Este vacío debe dejarse perpetuamente vacío por nuestra parte, sin que lo rellenemos ni por lamentos ni por méritos, y así mantenido, ofrecido a la gracia divina para que ella se ponga manos a la obra.

Dios sólo habita en aquellos que le ofrecen hospitalidad. El humilde vacío del corazón, en el que estamos, que somos, sin estar en él ocupados de nosotros, es hospedar a Dios. 

En un admirable sermón sobre la anunciación, san Bernardo muestra que el bálsamo de la gracia divina "quiere un vaso muy sólido". "¿Qué hay tan puro, qué hay tan sólido como la humildad del corazón?" El corazón humilde es un corazón vacío, desocupado, abierto -el de María, para los cristianos, es desde siempre la figura. El mérito humano no encumbra al espíritu humilde, y deja entonces la plenitud de la gracia libremente derramarse. El fariseo del Evangelio era un hombre virtuoso, y que daba gracias a Dios. "Pero no estaba vacío, no estaba vacío de sí, no era humilde (non erat vacuus, non erat exinanitus, non erat humilis)". Por eso su plenitud no era más que hinchazón (tumor), una plenitud ilusoria y fingida. Lo que le había faltado, a él cuya vida no carecía de nada, era la falta misma -el vacío en el que Dios viene a estar. Tenía todo lo que hacía falta para ser virtuoso -excepto el vacío de la humildad en que las virtudes tienen su espacio de juego y actuación, excepto el vacío que Dios necesita para llenarlo. El publicano "que se vació de sí mismo, que oraba con cuidado de presentar un vaso vacío, lo llenó con una gracia más amplia".

Si la prueba de este vacío debe transformarse en ofrenda, esta ofrenda será tal si no deja de ser una prueba. Descubrir este vacío y vaciarse activamente de sí no constituye una técnica para obtener la gracia divina. El que se ofrece no tiene nada que ofrecer. Este vacío es aquel, doloroso, del desierto.

En otro sermón, san Bernardo señala que este vaso vacío en que se ha convertido el corazón humilde no ha tomado para sí, por eso mismo, nada de valor. "Éste es el verdaderamente fiel, el que no cree en sí mismo, ni espera en sí, convertido para sí mismo como en un vaso perdido", un vaso sin valor y sin utilidad. Pierde su alma para salvarla. "Sólo la humildad del corazón puede hacer que el alma fiel no se apoye en ella misma; sino que, desertando de sí misma, suba ya fuera del desierto, apoyada en su bienamado".

(CHRÉTIEN, J.-L., L'humilité selon saint Bernard, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985,pp. 122-123).


Todo esto lo expresa muy bien la famosa Ofrenda al Amor Misericordioso de santa Teresa de Lisieux, que bien podríamos hacerlo nuestro, con desnudez de nuestro ser, ofrendando a Dios sencillamente, la nada y el vacío:

"En la tarde de esta vida, me presentaré ante ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que cuentes mis palabras. 
Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. 
Quiero, por eso, revestirme de tu propia Justicia, y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. 
No quiero otro Trono ni otra Corona que a ti, ¡Oh, Amado mío!..."

1 comentario:

  1. Nada y vacío que, al sentirlos intensamente, se vuelven (devienen) sencillamente en llamada sedienta de una Presencia que no puedes dejar de buscar!! Y que palabras no pueden explicar. Y que no sabes de "dónde" vienen (¿o de Quién?)

    Pero hago lo que no quiero, y dejo de hacer lo que quiero...

    Encomiéndame, por caridad.

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