lunes, 30 de octubre de 2017

Culminando en la santidad (o el fin de la oración)

La vida de oración verdadera y honda, a través de sus fases, de sus purificaciones, de la búsqueda incesante de Cristo a pesar de no sentir y vivir en oscuridad ("aunque es de noche"), desemboca en la santidad.

Esta santidad es la la plena unión con Cristo, el Amado: un amor ya verdadero y despojado de toda impureza o imperfección, que ha sido sometido por el Espíritu Santo a un proceso largo, quemando en su fuego todo lo que no era oro de amor, sino metal de baja calidad.

La unión con Cristo se consuma en la oración, y nada puede romper esta comunión personal. Ya Cristo, el Amado, ha tomado para sí -después de purificarla- al alma-Esposa, su amada. Se vive de otro modo, se ama de otro modo. Incluso la oración ha ido adquiriendo otra forma: menos ideas y discursos, más amor sereno y presencia, estando en silencio, contemplando.

La santidad en la que desemboca la vida de oración teologal se puede presentar con aquella canción de la Noche oscura de san Juan de la Cruz:

¡Oh noche que guiaste!
¡oh noche amable más que el alborada!
¡oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

Es entonces, siguiendo el hilo de esas canciones, cuando ya todo se deja en el Amado, en un sublime abandono confiado:

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.


Y lo que aquí comienza, la santidad, la unión de amor con Cristo, es anticipo y prenda de la vida eterna, "que a vida eterna sabe".


"... hasta la santidad

Esta acción, cuyos efectos se perciben de manera distinta según sean las facultades a las que alcance, consiste esencialmente en una infusión de amor: "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5,5). Esta amor es comparable a la "levadura" (cf. Mt 13,33), a un fermento divino capaz de divinizar ya en esta vida, hasta la "unión transformante". 

Es uno de sus frutos, el más elevado y el más precioso de la oración.

Pero sólo se obtiene gracias a la "noche oscura", noche de la fe por la que es necesario pasar. La oración es entonces una "oración de fe" que realiza el contacto, permite el "intercambio de amor", divinizador cuando el Espíritu de Amor interviene.


El poder de la fe teologal es así considerable ya que es el único camino que conduce a la unión divina: "cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios" (2S 9,1). Santa Teresa del Niño Jesús lo comprendió bien: "En realidad, me da igual vivir que morir. No entiendo bien qué podré tener después de la muerte que no tenga ya en esta vida. Veré a Dios, es cierto, pero en cuanto a estar con él, ya lo estoy completamente en la tierra" (UC, 15-mayo).

Efectivamente, en este estado, lo único que falta es la visión. Esperando que se "rompa la tela", porque "ahora vemos por un espejo, en enigma, entonces, en cambio, cara a cara" (1Co 13,12); esperando subir "a la Hoguera del Amor" de la Trinidad Santa y "de verse desatada y verse con Cristo" (L 1,31), aceptamos no caminar en "la clara visión" (cf. 2Co 5,7). Ya que ésta la da Dios, nos entregamos a la plegaria, "oración de fe""

(RETORÉ, F., La foi, chemin de l'oraison, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 104-106).

Ya aquí, en fe, vivimos la unión con el Amado Jesucristo: sólo nos falta la visión, el cara a cara de la eternidad.

Ha sido una obra suya, actuando por la gracia y el Espíritu Santo, fuego devorador, quemando en nosotros lo que sobraba y era indigno de Él.

Se vive así, en pleno amor, y sólo queda el cara a cara, la petición: "acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro". Entonces se puede orar así, porque ya se vive así y esto es ya la santidad:
Torno a decir, Dios mío, y a suplicaros, por la sangre de vuestro Hijo, que me hagáis esta merced: "béseme con beso de su boca", 
que sin Vos, ¿qué soy yo, Señor? 
Si no estoy junto a Vos, ¿qué valgo?
Si me desvío un poquito de Vuestra Majestad, ¿adónde voy a parar?
 ¡Oh Señor mío y Misericordia mía y Bien mío!
Y ¿qué mayor le quiero yo en esta vida que estar tan junto a Vos, que no haya división entre Vos y mí? 
Con esta compañía, ¿qué se puede hacer dificultoso? 
¿Qué no se puede emprender por Vos, teniéndoos tan junto? 
¿Qué hay que agradecerme, Señor? Que culparme, muy mucho por lo que no os sirvo" (Sta. Teresa de Jesús, C 4,7).

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