miércoles, 21 de junio de 2017

Espiritualidad de la adoración (XXII)

Lejos de un intimismo conformista, o de un refugio acomodado, en el que adormecer la conciencia, la adoración eucarística tanto en la celebración como en el culto eucarístico fuera de la misa, despierta, impulsa y envía. Es un revulsivo que conmueve el dinamismo personal ante la Presencia misma del Señor, ya que para Él nada hay oculto. Desvelando nuestro interior, lo purifica y sanea, y una vez limpiado el interior, envía al mundo.

Cuando la adoración eucarística es sincera, reposada, sin atarnos a los libros de meditación o un recitar apresurado de fórmulas, sino sosegando el corazón para que mire a Cristo, inevitablemente su Presencia hace que aflore la conciencia y salgan a la luz, no sólo las debilidades, sino los ídolos a los que hemos inmolado ya sea la inteligencia, ya sea el afecto. La libertad la hemos atado, y sin embargo, Cristo nos ha hecho libres para vivir en libertad (cf. Gal 5,1).

Su Presencia en el Sacramento descubre la idolatría del corazón, rompe las cadenas, y con su gracia, se destruyen esos ídolos tan grandes pero con pies de barro. La libertad viene de Cristo y la adoración eucarística permite crecer en la libertad de los hijos de Dios.


"En verdad, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La Eucaristía es fuente y culmen de la vida de la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium, 10). La Iglesia vive de la Eucaristía; en ella encuentra las energías espirituales para cumplir su misión. La Eucaristía le da el vigor para crecer y mantenerse unida. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia...

Cristo vino al mundo para comunicar al hombre la vida divina. No sólo anunció la buena nueva, sino que, además, instituyó la Eucaristía, que debe hacer presente hasta el final de los tiempos su misterio redentor. Y, como medio de expresión, escogió los elementos de la naturaleza: el pan y el vino, la comida y la bebida que el hombre debe tomar para mantenerse en vida. La Eucaristía es precisamente esta comida y esta bebida. Este alimento contiene en sí todo el poder de la Redención realizada por Cristo. Para vivir, el hombre necesita la comida y la bebida. Para alcanzar la vida eterna, el hombre necesita la Eucaristía. Esta es la comida y la bebida que transforma la vida del hombre y le abre el horizonte de la vida eterna. Al comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el hombre lleva en sí mismo, ya aquí en la tierra, la semilla de la vida eterna, pues la Eucaristía es el sacramento de la vida en Dios. Cristo dice: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57)...

«Nos ha dejado el don de la Eucaristía para reordenar la libertad interior». ¿En qué consiste este orden de la libertad, según el modelo de la Eucaristía? En la Eucaristía Cristo se halla presente como quien hace el don de sí mismo al hombre, como quien sirve al hombre: «habiendo amado a los suyos (...) los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La verdadera libertad se mide con la disposición a servir y a entregarse a sí mismo. Sólo la libertad así entendida es realmente creativa, edifica nuestra humanidad y construye vínculos interhumanos. Construye y no divide...

Al contemplar la Eucaristía nos invade el asombro de la fe, no sólo con respecto al misterio de Dios y de su infinito amor, sino también con respecto al misterio del hombre. Ante la Eucaristía vienen espontáneamente a nuestros labios las palabras del Salmista: «¿Qué es el hombre, para que de él te cuides tanto?». ¡Qué gran valor tiene el hombre a los ojos de Dios, si Dios mismo lo alimenta con su Cuerpo! ¡Qué gran espacio encierra en sí el corazón del hombre, si sólo puede ser colmado por Dios! «Nos hiciste, Señor, para ti —confesamos con san Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confessiones, I, 1. 1)" (Juan Pablo II, Hom. en la clausura del 46 Congreso eucarístico Internacional, Wroclaw (Polonia), 1-junio-1997). 

La libertad, bien lo sabemos, no es sólo una libertad de condiciones internos o externos, "libertad de", sino que es una libertad que encamina para la Verdad y para el Bien, "libertad para". Cristo nos libra de los ídolos y nos sitúa ante Él para obrar de un modo nuevo, en el bien y la verdad. 

Libres, nos envía a continuación, partícipes de su misión salvadora. La adoración eucarística nos va conduciendo a compartir los mismos sentimientos de Cristo y su deseo de predicar y ofrecer la palabra de la salvación a todos. Dificílmente se puede quedar uno cómodo y tranquilo, sino que el celo por la salvación lo va quemando internamente; el Señor le comunica una auténtica pasión por el Evangelio, la misma que tuvo Él. Entonces el adorador va siendo hecho un evangelizador por obra del mismo Cristo.

"La Iglesia y todos los creyentes encuentran en la Eucaristía la fuerza indispensable para anunciar y testimoniar a todos el Evangelio de la salvación. 
La celebración de la Eucaristía, sacramento de la Pascua del Señor, es en sí misma un acontecimiento misionero, que introduce en el mundo el germen fecundo de la vida nueva.
San Pablo, en la primera carta a los Corintios, recuerda explícitamente esta característica misionera de la Eucaristía:  "Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Co 11, 26).

2. La Iglesia recoge esas palabras de san Pablo en la doxología después de la consagración. La Eucaristía es sacramento "misionero", no sólo porque de ella brota la gracia de la misión, sino también porque encierra en sí misma el principio y la fuente perenne de la salvación para todos los hombres. Por tanto, la celebración del sacrificio eucarístico es el acto misionero más eficaz que la comunidad eclesial puede realizar en la historia del mundo.

Toda misa concluye con el mandato misionero "id", "ite, missa est", que invita a los fieles a llevar el anuncio del Señor resucitado a las familias, a los ambientes de trabajo y de la sociedad, y al mundo entero. Precisamente por eso en la carta Dies Domini invité a los fieles a imitar el ejemplo de los discípulos de Emaús, los cuales, después de reconocer "en la fracción del pan" a Cristo resucitado (cf. Lc 24, 30-32), sienten la exigencia de ir inmediatamente a compartir con todos sus hermanos la alegría de su encuentro con él (cf. n. 45). El "pan partido" abre la vida del cristiano y de toda la comunidad a la comunión y a la entrega de sí por la vida del mundo (cf. Jn 6, 51). Es precisamente la Eucaristía la que realiza ese vínculo inseparable entre comunión y misión, que hace de la Iglesia el sacramento de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1)" (Juan Pablo II, Audiencia general, 21-junio-2000).

La adoración eucarística es una escuela de evangelizadores, cuyo Maestro es el mismo Cristo. Vivir la adoración eucarística, dejando que sea el Señor quien hable y se dé, es el mejor modo de ser educado y enviado, compartiendo la sed redentora de Cristo. 

Cualquier parroquia o comunidad que quiera propulsar la evangelización, habrá de comenzar por abrir esta escuela de evangelizadores que es la adoración eucarística. Ahí Cristo sigue instruyendo en los misterios del Reino y enviando a sus discípulos después de estar con Él, en un lugar apartado.

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