jueves, 12 de enero de 2017

La paciencia y la esperanza (I)

Ya enseñaba san Pablo:
“La tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom 5,3-5).


Hay una relación necesaria y conveniente entre la esperanza y la paciencia; lo que esperamos, el Don de Dios, necesita de la paciencia en la tribulación, de una disposición activa para resistir ante las adversidades y saber esperar.

La paciencia, superando a la resignación, es una virtud activa, propia de la fortaleza, que se mueve por la esperanza. Intentemos formarnos durante unas cuantas catequesis en estas virtudes tomando como texto para la reflexión el artículo de Jean-Louis Bruguès, "L'art de durer", en Communio, ed. francesa, IX, 4, julio-agosto 1984, pp. 47-58.


"El arte de durar

La paciencia, arte de vivir lo cotidiano, no es ni pasividad ni apatía, ni falta de imaginación. Entendida como magnanimidad, nos convierte a la esperanza y así se revela como una virtud cristiana.

Resulta casi banal afirmar que la relación con el tiempo se ha modificado profundamente en muchos de nuestros contemporáneos. Más sensibles al cambio, perciben mal la duración. Sólo retienen el instante. Reducen toda actitud moral a la sinceridad, es decir, a la adecuación de lo que expresan, de palabra o de acto, al sentimiento que experimentan. Rechazan como hipocresía toda diferencia entre el acto que realizan y la resonancia interior que lo acompaña. "Ya no te quiero" significa para ellos: "Ya no siento nada por ti en este momento". Desde entonces, sospechan, cuando no lo rechazan, todo compromiso estable. En esta quasi-imposibilidad para admitir la duración, para integrarla en una perspectiva en la que muchos de nuestros compañeros creen haber perdido todo dominio personal, podemos señalar sin duda uno de los orígenes de la crisis actual de la institución del matrimonio. "¿Cómo podría comprometerme hoy, con toda sinceridad, cuando no conozco en lo que me convertiré -o en lo que el otro se convertirá- en diez años, en treinta años, mañana?" 

Por ahí también se explica en parte la formidable crisis del compromiso en el ministerio presbiteral o en la vida religiosa que sacude desde hace más de veinte años a la comunidad católica y de la que arriesgado pensar que ya ha quedado atrás. Al privilegiar constantemente el instante en detrimento de la duración, nuestro contemporáneo ha dejado de creer en las virtudes de los medios tradicionales por los que el hombre se esforzaba por domesticar el futuro. Toda regularidad se le vuelve pesada. Prefiere la espontaneidad, que es otra forma de reconocer la supremacía de la sinceridad. El rito le es insoportable. Considera que el carácter repetitivo le expone, cree él, al peligro del formalismo. Este peligro no es ilusorio, ciertamente, pero ¿de dónde viene el olvido de la significación pedagógica de estos actos repetidos, con una forma idéntica, que no apuntan solamente a "expresar" o a celebrar, sino a "imprimir" en nosotros una relación con el tiempo percibido en su permanencia y no en sus alteraciones sucesivas, a suscitar en nosotros por adaptación una certeza laboriosa para afrontar mejor la incertidumbre del devenir?

Así tiende a forjarse ante nuestros ojos una religión de entusiastas. Al no vivir la fe cristiana más que en el instante, sobre el único registro de la sinceridad, se la representa gustosamente como un entusiasmo. Entendámonos bien: es indispensable que surgiesen momentos de entusiasmo en la existencia cristiana. Se sueña evidentemente con el entusiasmo de la conversión reciente. Este entusiasmo primordial podrá ser reiterado durante los "tiempos fuertes" que jalonan la práctica eclesial: la comunión con el Cuerpo de Cristo, el perdón recibido y la curación esperada, experiencia particularmente fuerte de la proximidad fraternal, la certeza de una "presencia" a la vez seca y dulce en el seno de la oración, los frutos inesperados de la misión recibida en el bautismo, el deslumbramiento ante la coherencia de la Palabra... o simplemente una palabra de compasión. Pero lo propio del entusiasmo es que no dura. En vano, se esforzará por echar atrás sus límites. Habría así momentos naturalmente muy raros en los que se podría vivir su fe y otros en los que no pasaría nada. La existencia cristiana conocería un desarrollo como dientes de sierra, una sucesión de "stop and go", una alternancia de períodos de entusiasmo y de amplias mareas bajas, de abatimiento, de pesadumbre o, para emplear una palabra actual, de "depresión".

En la extraordinaria novela de Buzzati, Le désert des Tartares, la contraseña en el interior del fuerte es "milagro", a la que hay que responder "miseria". La existencia cristiana vería suceder así, en un ciclo desolador, las fases de exaltación del "milagro", mientras nuestra sensibilidad experimenta cierta proximidad de lo divino, y las fases de recaídas en las que cada cual vuelve a la "miseria" de una existencia que nada podría cambiar.

Desde luego se podría bautizar apresuradamente de "desierto" estas fases de desánimo para conferirles un valor espiritual. Esto sería olvidar que sólo el espíritu conduce al desierto donde Dios nos hablará. Nunca se nos prometió esperanza para los desiertos fabricados por nuestra torpeza o nuestra inclinación a medir la vida. Al no experimentar la fe más que con el modo del entusiasmo, se expone a la desesperanza. Conviene que hoy el cristiano "se reconcilie con el futuro", por retomar una expresión de J. Moltmann. Debe volver a aprender o reinventar el arte de durar. La duración, como cualquier otro elemento de la creación, se confió a la inteligencia humana. ¿Nos angustiaría tanto el futuro si conociésemos los medios no para programarlo, lo que pertenece al arsenal de las ilusiones cientifistas, sino para resistirlo? A través de los acontecimientos siempre inesperados y a menudo contrarios, ¿hay que renunciar a mantener los compromisos que estructuran nuestra personalidad moral? En ellos va nuestro equilibrio. En ellos va nuestra esperanza.

El arte de la duración recibe un nombre: la paciencia".


********************


El autor ha partido de la experiencia humana del tiempo vivido así, de modo peculiar, en la post-modernidad. Hay palabras claves: duración, instante, espontaneidad-sinceridad, tiempo... En esas palabras está también la trampa de vivir el instante, ¡con sinceridad espontánea e irreflexiva!, perdiendo la mirada a largo alcance, a gran escala: la duración.

Entonces se inserta la paciencia como un arte, una herramienta, muy conveniente para vivir. Nos hace madurar.

Pero esto lo seguiremos viendo en las catequesis siguientes.


1 comentario:

  1. Paciencia qué virtud más hermosa y más difícil! Conectada con la esperanza es base de la presencia del cristiano en el mundo durante toda su vida.

    ResponderEliminar