jueves, 26 de enero de 2017

Espiritualidad de la adoración (XVII)

El camino de la santidad es arduo: la puerta es estrecha y a la Gracia que se recibe hay que corresponder con la inteligencia y con la voluntad, con todo el ser.

Cada cual, en su estado de vida, necesitará la fuerza de la Eucaristía para vivir así como para avanzar en la vida cristiana.


La santidad, lo sabemos, no consiste en elementos y hechos extraordinarios, sino en la profundidad cristiana y sobrenatural con la que cada cual vive y desarrolla las obligaciones y trabajos de su propio estado de vida: el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el religioso como religioso, el seglar como seglar en el mundo.

El apoyo y las luces necesarias para vivir así, se reciben de la Eucaristía, no solamente celebrada, sino también adorada en los largos y silenciosos ratos de adoración eucarística, junto al Señor en el Sagrario o en la custodia. Así se vive en una clave fundamental: la clave de la gracia. La santidad cristiana requiere de Cristo, no del voluntarismo, de una fría ascesis tantas veces orgullosa, de un compromiso ético por un gran ideal. La santidad no depende del esfuerzo humano, sino de la respuesta al Don de Cristo.

Por eso la adoración eucarística nos permite a cada cual renovar la fidelidad al Señor, recibir su amor, acoger sus mociones y aquello que quiera entregarnos para el desempeño fiel de nuestra misión y vocación. Sostiene y anima en las dificultades del propio estado de vida, consuela, corrige, exhorta: Cristo nos lleva en el camino de la santidad.

"La palabra del Señor, que acaba de proclamarse en el Evangelio, nos ha recordado que toda la ley divina se resume en el amor. El doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo encierra los dos aspectos de un único dinamismo del corazón y de la vida. Así, Jesús cumple la revelación antigua, sin añadir un mandamiento inédito, sino realizando en sí mismo y en su acción salvífica la síntesis viva de los dos grandes mandamientos de la antigua alianza:  "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón..." y "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (cf. Dt 6, 5; Lv 19, 18).

En la Eucaristía contemplamos el Sacramento de esta síntesis viva de la ley:  Cristo  nos  entrega  en sí mismo la plena realización del amor a Dios y del amor  a los hermanos. Nos comunica este  amor suyo cuando nos alimentamos de su Cuerpo y de su Sangre. Entonces puede realizarse en nosotros lo que san Pablo  escribe  a  los Tesalonicenses en la segunda lectura de hoy:  "Abandonando  los ídolos, os habéis convertido, para servir al Dios vivo y verdadero" (1 Ts 1, 9). Esta conversión es el principio del camino de santidad que el cristiano está llamado a realizar en su existencia. El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo. Le basta el amor de Dios, que experimenta en el servicio humilde y desinteresado al prójimo, especialmente a quienes no están en condiciones de corresponder...

La contemplación de la Eucaristía debe impulsar a todos los miembros de la Iglesia, en primer lugar a los sacerdotes, ministros de la Eucaristía, a renovar su compromiso de fidelidad. En el misterio eucarístico, celebrado y adorado, se funda el celibato, que los presbíteros han recibido como don valioso y signo del amor indiviso a Dios y al prójimo.

También para los laicos la espiritualidad eucarística debe ser el motor interior de toda actividad, y no se puede admitir ninguna dicotomía entre la fe y la vida en su misión de animación cristiana del mundo. Mientras se concluye el Año de la Eucaristía, ¡cómo no dar gracias a Dios por los numerosos dones concedidos a la Iglesia en este tiempo! Y ¡cómo no recoger la invitación del amado Papa Juan Pablo II a "recomenzar desde Cristo"! Como los discípulos de Emaús, que, con el corazón ardiendo por la palabra del Resucitado e iluminados por su presencia viva, reconocida en la fracción del pan, volvieron de inmediato a Jerusalén y se convirtieron en anunciadores de la resurrección de Cristo, también nosotros reanudemos nuestro camino animados por el vivo deseo de testimoniar el misterio de este amor que da esperanza al mundo" (Benedicto XVI, Hom. en la clausura del Sínodo sobre la Eucaristía, 23-octubre-2005).

En definitiva, una espiritualidad eucarística, o una espiritualidad de la adoración, se convierte en un acicate y estímulo para vivir en santidad. El Señor así mantiene la fe, la esperanza y la caridad, las robustece y enciende nuestro corazón para que vivamos santamente según la propia vocación.